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por Silvio Juan Maresca
Filósofo y ensayista
¿Cómo hay que alimentarse para alcanzar el máximo de la fuerza? La preocupación del celébre filósofo por la alimentación, un problema del que depende la “salvación de la humanidad”, según sus palabras. Los beneficios del té y la caminata, y las desventajas del café y el alcohol.
Mejor que Dios, aprender a alimentarse bien. Según creo, las últimas referencias de Friedrich Nietzsche a la alimentación aparecen en su otoñal autobiografía, penúltima obra escrita por Nietzsche para su publicación, entre octubre y noviembre de aquel frenético y conclusivo 1888, año cuando en imparable seguidilla el autor del “Zaratustra” redactará “El caso Wagner”, los “Ditirambos de Dioniso”, el “Crepúsculo de los ídolos”, su tremendo “Anticristo” y finalmente, después de “Ecce homo” -tal el título de su autobiografía-, “Nietzsche contra Wagner”. La exuberante producción sugiere que tal vez Nietzsche intuyera la cercanía inminente de su catastrófico final. En efecto, en los primeros días de enero de 1889 Nietzsche sufre en Turín el colapso del cual nunca se recuperará. “Ecce homo” vio la luz recién en 1908, ocho años después de la muerte del filósofo.
Casi cien años después de Kant, Nietzsche aborda el tema de la alimentación en un capítulo de “Ecce homo” titulado “Por qué soy tan inteligente”. No es una pregunta sino una afirmación. El capítulo anterior se denomina “Por qué soy tan sabio”; el posterior, “Por qué escribo tan buenos libros”. ¿Exagerado aprecio por sí mismo, sobreestimación, megalomanía? Con mayor seguridad, desafío a la modestia hipócrita inherente a la moral cristiana, en su versión pequeño-burguesa. Un protestantismo finisecular, suerte de kantismo para las masas, dominaba el panorama, por lo menos en Alemania.
¿Por qué tan inteligente? Porque no ha reflexionado sobre problemas que no lo son, como las cuestiones “genuinamente religiosas”, por ejemplo. No tiene la más pálida idea de qué significa ser “pecador” o padecer “remordimientos de conciencia”. En todo caso (y en todos los casos), es preciso completar una acción luego de haberla emprendido, desentendiéndose de sus consecuencias “buenas” o “malas”, esto es, exitosas o no. Un desentenderse de las consecuencias que no guarda relación alguna, claro está, con la análoga afirmación kantiana: no es cuestión de acatar mandatos emanados de lo suprasensible, declarándose impotente respecto de sus efectos en el mundo sensible, regido por causalidades fenoménicas, ajenas a la moral. Nada de eso. Más bien la presencia acuciante del fantasma religioso-moral, de la interpretación religioso-moral: “Cuando las cosas salen mal, se pierde con demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo”. Importa respetarse en el fracaso. “Respetar tanto más en nosotros algo que ha fallado porque ha fallado -esto, antes bien, forma parte de mi moral”. Se entiende por qué cargar las tintas en la acción fallida; es allí donde desde siempre encuentra su oportunidad la malvada interpretación religioso-moral; Nietzsche recomienda desembarazarse de conceptos tales como “más allá”, “inmortalidad del alma”, “redención”, “Dios”. Por lo demás, contrasta la naturalidad con que Nietzsche utiliza la primera persona singular con la reticencia kantiana al respecto.
En cambio, de los mencionados devaneos religiosos -dice Nietzsche- le interesa un problema del cual sí depende la “salvación de la humanidad”: el de la alimentación. La cuestión es: ¿cómo hay que alimentarse para alcanzar el máximo de la fuerza, o sea, la virùú? Nietzsche escribe la palabra “virtù” en italiano, en el idioma de su admirado Maquiavelo. Virtù, es decir, virtud renacentista, exenta de moralina, aclara nuestro filósofo. Pero la pregunta se orienta hacia un ámbito estrictamente personal, interpela a cada quien. Por eso Nietzsche la reformula así: “¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar el máximo de tu fuerza (...)?”.
Enseguida Nietzsche nos hace partícipes de amargas confesiones. Manifiesta haber llegado tarde, muy tarde, a la esencial pregunta por la alimentación, debido a la educación alemana y su idealismo, que para el caso no significa otra cosa que perder de vista las realidades. En pos de metas “ideales”, los alemanes se empeñan, por ejemplo, en proveerse de una cultura clásica, cosa que les está vedada por definición. Resultado, se lamenta Nietzsche, hasta bien entrado en la adultez ha comido mal, es decir, “impersonalmente”, “desinteresadamente”, “altruísticamente”, “a la salud de los cocineros y otros compañeros en Cristo”.
La cocina alemana es la primera que debe comparecer ante la mirada crítica. En ella no hay nada que ande bien, nada rescatable: la sopa antes de la comida, las carnes demasiado cocidas, las verduras grasas, los dulces degenerados, beber después de comer (costumbre bestial, la define Nietzsche). ¿Consecuencias? El espíritu alemán procede de intestinos revueltos, es una verdadera indigestión, no acaba con nada.
Apenas menos repugnante es la comida inglesa. No es desatinado compararla con el canibalismo. Su efecto es dotar al espíritu de “pies pesados”, pies de mujeres inglesas, concluye Nietzsche.
Sin discusión la mejor cocina es la del Piemonte, por lo menos para Nietzsche. ¿Por qué? El filósofo no da explicación alguna y pasa de inmediato a considerar las bebidas. Nos revela que las bebidas alcohólicas le caen mal; un solo vaso de vino o de cerveza bastan para arruinarle el día. ¡Hasta en esto desacuerda con Kant! Nietzsche -es cierto- no ha llegado (ni llegará) a la vejez (recordemos que Kant recomendaba beber vino a los hombres de edad avanzada). Creer que el vino alegra, sigue Nietzsche, es signo inequívoco de una espiritualidad cristiana de la cual, por enésima vez, sin perder ocasión, el padre de “Zaratustra” se declara ajeno. Sin embargo, hay que hacer una salvedad: “Cosa extraña, mientras que pequeñas dosis de alcohol, muy diluidas, me ocasionan esa extrema destemplanza, yo me convierto casi en un marinero cuando se trata de dosis fuertes”. Pero esa experiencia remite al pasado estudiantil, a noches de ejercicios de latín, regadas con grog¹. Sobre la mitad de su vida, según sus propias palabras, Nietzsche tomó la decisión de prescindir por completo de bebidas alcohólicas. “El agua basta...” Preferentemente, extraída de “fuentes que corran”. Nietzsche descree de la conocida aserción in vino veritas, nueva oportunidad para manifestar y manifestarnos su desacuerdo radical con quienquiera sea respecto del concepto de verdad.
Pero todavía falta. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una pequeña. No tomar nada entre comida y comida. No beber café (ofusca).Té, sólo por la mañana, poco y muy cargado. Pero ha de tenerse en cuenta la variable del clima: “En un clima muy excitante el té es desaconsejable como primera bebida del día: se debe comenzar una hora antes con una taza de chocolate espeso y desgrasado”. A pesar del uso predominante de la primera persona singular y del apego a su propia experiencia, Nietzsche parece deslizarse peligrosamente hacia prescripciones universales. Por cierto, siempre en menor medida que Kant, cauteloso no obstante en este aspecto. Quizá por eso Nietzsche interrumpe por un momento la catarata de prescripciones y aclara: “Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados”.
La transfiguración de la dietética. De Kant a Nietzsche la dietética parece no sólo ganar en importancia sino ajustarse cada vez con mayor rigor a las peculiaridades de cada quien, a las exigencias y conveniencias de la singularidad. La dietética crece en significación en la misma medida en que las costumbres pierden vigor y declinan las morales universalistas. La vida humana necesita darse un orden que los instintos le han mezquinado. La institución de un régimen de vida (dietética) procura reemplazar la normatividad perdida. Pero la decadencia de las costumbres y de la moral, su pérdida de poder vinculante, corren parejas con un progresivo proceso de singularización. Al mismo tiempo pues que la dietética aumenta su peso se ve obligada a abandonar toda pretensión de universalidad, ya que debe adecuarse cada vez más a los requerimientos de la pujante singularidad. Claro que esta singularización puede ser auténtica o inauténtica (el individualismo masificado). Idénticos caminos recorrerá la dietética. Ajustará sus preceptos a una singularidad auténtica, autora autónoma de los mismos, o dictará sus normas a un simulacro de singularidad, tornándose así una dietética paródicamente singular.
En las antípodas de Kant, que desaconsejaba pensar y caminar simultáneamente, Nietzsche abomina el pensamiento que se elabora sentado. En este rechazo encontramos la matriz de algunas de sus teorías más originales y sorprendentes, como sabe todo lector de “La genealogía de la moral”. “Estar sentado el menor tiempo posible, no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad, -a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos”. A la obsequiosa consideración de sus intestinos por parte de Kant, Nietzsche contrapone su abierto desprecio por ellos, retomando quizá sin advertirlo una noble costumbre peripatética. “Todos los prejuicios proceden de los intestinos”, concluye solemnemente.
Pero la dietética nietzscheana -como era de suponer- no se restringe a la alimentación. Hay que traer a colación el lugar y el clima. Al hecho de que las prescripciones alimentarias nunca fueron más que un capítulo de la dietética filosófica (lo mismo sucede en la medicina antigua), se suma ahora la importancia creciente que adquieren sus variados tópicos al calor de la disolución de las costumbres y de la moral, como recién decíamos. Desde un ángulo complementario, religioso, metafísico, podríamos agregar que con la “muerte de Dios” y la implosión del sujeto cristiano-moderno (cartesiano, kantiano, hegeliano), sustituto del alma inmaterial, el sujeto posmetafísico se identifica con el cuerpo, cada cuerpo. Ya no existe un reducto espiritual, indiferente en el fondo a cualquier determinación empírica. Si el sujeto es el cuerpo (comoquiera se lo entienda), alimentación, lugar de residencia, clima, sexo, edad y numerosas variantes análogas condicionan decisivamente el pensamiento. ¿Cómo no interesarse entonces por todo ello? Dime qué y cómo comes y bebes, dónde resides, qué clima padeces o eliges, cuál es tu preferencia sexual, la edad que tienes y te diré cómo piensas. Por eso puede decir Nietzsche en “La gaya ciencia”(§7): “Hasta ahora carece aún de historia todo lo que ha dado color a la existencia: ¿dónde podría encontrarse una historia del amor, de la codicia, de la envidia, de la conciencia, de la piedad, de la crueldad? (...) ¿Se han hecho ya objeto de investigación las diferentes divisiones del día, las consecuencias de un establecimiento reglamentado del trabajo, la fiesta y el descanso? ¿Se conocen los efectos morales de los alimentos? ¿Existe una filosofía de la alimentación? (...) ¿Se han recopilado ya las experiencias acerca de la vida en común, por ejemplo, las experiencias de los conventos? ¿Se ha expuesto ya la dialéctica del matrimonio y de la amistad? ¿Han encontrado ya su pensador las costumbres de los eruditos, los comerciantes, los artistas, los artesanos? (...) Todo lo que hasta ahora los hombres han considerado como sus ‘condiciones de existencia’ y toda la razón, pasión y superstición que hay en esta consideración -¿ha sido investigado esto hasta el final?”. La historia es la historia del cuerpo.
No descuidar el clima. Lugar y clima, sobre todo el clima, influyen sobre el metabolismo y éste a su vez incide en la tarea. El retardo o la aceleración del metabolismo pueden incluso alejar del cometido o hasta hacerlo perder de vista por completo. Enseguida reaparecen los intestinos, órgano al cual Kant y Nietzsche son tan afectos, aunque con distintas ópticas, como hemos visto. Una pequeña “inercia intestinal” es capaz de convertir a un genio en un mediocre, o sea, en un alemán, sostiene Nietzsche. El clima alemán debilita hasta los intestinos más robustos. En suma, el ritmo del metabolismo guarda una estrecha relación con la ligereza o pesantez de “los pies del espíritu; el ‘espíritu’ mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo”. Después de lo dicho más arriba, se entenderán estas metáforas (“pies del espíritu”) y afirmaciones de Nietzsche. Agotada la tradición cristiano-metafísica de Occidente, el sujeto es el cuerpo, cada cuerpo. Las funciones anímicas se corporifican, sin perder por ello especificidad, como sí sucede en el viejo y grosero materialismo metafísico, que domina todavía hoy en gran medida nuestras ciencias naturales al uso.
Todos los hombres de gran espiritualidad, los genios, se han desarrollado en climas secos. Nietzsche nombra París, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas. La emergencia del genio, sus posibilidades de prosperar, están condicionadas por el aire seco y el cielo puro. ¿Por qué? Por el metabolismo rápido que implica “la posibilidad de recobrar una y otra vez cantidades grandes, incluso gigantescas, de fuerza”.
Fisiología, dietética y filosofía posmetafísica. Junto con la dietética se acrecienta la consideración fisiológica, que parece abarcarlo todo. Moral, metafísica, religión son sólo malas lecturas del funcionamiento corporal. El régimen de vida no puede establecerse con acierto dando las espaldas a un auténtico saber sobre ese funcionamiento. Pero la fisiología que propugna Nietzsche coincide sólo parcialmente con los desarrollos científicos corrientes. Tiene mucho de escucha atenta a los impulsos que alientan en la propia naturaleza singular. Por eso Nietzsche habla, aquí y allá, de “mi” fisiología.
¿Cómo no recordar aquí que Aristóteles denominaba “fisiólogos” a los tempranos pensadores griegos, escolarmente conocidos como “presocráticos”? “Fisiólogos”: esto es, estudiosos de la phýsis. “Ahora bien, ¿qué dice la palabra phýsis? Significa lo que sale o brota desde sí mismo (...); el desplegarse que se manifiesta, lo que en tal despliegue se hace manifiesto y se detiene y permanece en esa manifestación; en síntesis, la fuerza imperante de lo que, al brotar, permanece (...) La phýsis, entendida como salir o brotar, puede experimentarse en todas partes (...) Pero phýsis, la fuerza imperante que brota, no significa lo mismo que esos procesos que todavía hoy consideramos como pertenecientes a la ‘naturaleza’” (Heidegger). Fisiología: finos oídos para la fuerza imperante que brota, sin despreciar por ello los conocimientos procedentes de la ciencia positiva.
Nietzsche se queja amargamente una vez más de su ignorancia juvenil en cuestiones fisiológicas. Endilga todas las culpas al “maldito ‘idealismo’”. Idealismo y cuidado de sí se contraponen nítida y violentamente. El súbito repliegue sobre el cuerpo (más que a su filosofía, Nietzsche lo atribuye a su enfermedad), permite escuchar algo de la lejana voz del instinto, aliado imprescindible de la dietética, por difícil que sea reencontrarlo y descifrarlo.
Alimentación, clima y lugar no agotan el objeto de la dietética: “La tercera cosa en que por nada del mundo es lícito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse”.
Las incumbencias de la dietética parecen extenderse sin encontrar límite alguno, abrazando todos los aspectos de la vida. Tradicionalmente, digamos, en la modernidad, aunque la dietética filosófica comprendía un campo mucho más vasto que el referido a la alimentación, permanecía acotada por la moral, la religión, la metafísica. Las pautas de conducta eran instituidas por la moral, cuando no todavía por la costumbre (o una transacción entre ambas). El cuerpo representaba una modesta porción de la subjetividad. Al disiparse la tradición moderna, la dietética pasa a ocupar los lugares vacantes. Sustituye a la moral, la religión, la metafísica.
Empezamos a comprender que el capítulo “Por qué soy tan inteligente” de “Ecce homo”, con su dietética, constituye un verdadero tratado de filosofía posmetafísica. En la posmodernidad, filosofía y dietética se confunden: filosofar es construir el propio régimen de vida, en sus facetas más diversas, el modo singular de llevar la vida. Asistimos, en cierta forma, a un retorno a lo griego. Bien dice Jaeger: “Los griegos entienden por ‘dieta’, no sólo la reglamentación de los alimentos del enfermo sino todo el régimen de vida del hombre y especialmente el orden de los alimentos y de los esfuerzos impuestos al organismo”. Sin embargo, en la posmodernidad, el campo de aplicación de la dietética es todavía más amplio. La dietética griega extiende sus alcances más lejos que la moderna pero menos que la posmetafísica. Entre los griegos, la dietética resulta limitada al menos por la ética y la política; con seguridad, a partir de Platón. Adivino no obstante la objeción: nada impide entender cabalmente la ética y la política griegas en términos dietéticos. Platón es un pensador dietético.
Pero hay algo más importante que los alcances. En abierto contraste con la griega, la dietética posmetafísica rehúye las prescripciones generales; cuanto más se desarrolla más se singulariza; no olvidemos que su sujeto es un cuerpo singular.
¿Cómo se construye pues la dietética posmetafísica? No, desde ya, sometiéndose servilmente a pautas generales, válidas para todo el mundo. Nuestro único capital es la propia experiencia, supuesto que apartándonos de lo gregario, tengamos el coraje de realizarla. La dietética es así la transformación en regla singular de experiencias personales satisfactorias. Se requiere por cierto -lo hemos dicho- estar al tanto de la fisiología y la medicina corrientes pero privilegiar la escucha atenta a los dictados de la propia naturaleza.
Sabemos ahora cómo leer las prescripciones nietzscheanas. No se trata de adoptar las reglas que Nietzsche dicta para sí mismo sino de imitar su ejemplo, su inmensa libertad de espíritu, edificando las propias. Recordemos su indicación: “Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados”².
Recrearse leyendo, pero con estrategia. ¿Cómo recrearse? En primer lugar, la lectura. La lectura lo aparta de sí, de su extrema seriedad, le permite “pasear por ciencias y almas extrañas”, que no toma demasiado en serio. Ahora bien, en los períodos de creación fecunda, ningún libro cerca, ni siquiera que alguien nos hable, “emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual”.
¿Qué leer? Nietzsche nos cuenta que se refugia siempre en los mismos libros, pocos, que “han demostrado estar hechos precisamente para mí”. No pertenece a su naturaleza leer ni amar “muchas y diferentes cosas”. Su instinto lo impulsa a la cautela cuando no a la hostilidad respecto a libros nuevos. Nietzsche manifiesta otra vez su preferencia por la cultura francesa en detrimento, claro está, de la alemana. Alimentación, clima, lugar y tantísimas otras condiciones desfavorables, ¿qué esperar de la cultura alemana, de la célebre Bildung, de la cual los alemanes suelen ufanarse? “A donde llega Alemania, corrompe la cultura (Cultur)”.
Nietzsche adjudica su elección de alimentos, lugar, clima, recreaciones, a un “instinto de autoconservación” que se expresa como “instinto de autodefensa”. Pero la estrategia dietética no es simple. Ante todo es preciso omitir muchas cosas, “no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen”. “Gusto” es la palabra habitual con que se alude al instinto de autodefensa. Ahora bien, el imperativo del gusto obliga a decir no cuando el sí sería perjudicial, pero también a hacerlo lo menos posible. Para eso conviene alejarse de prisa de aquello ante lo cual la negativa se vuelve inevitable. El motivo es que cuando “los gastos defensivos (...) se convierten en regla, en hábito” se produce un empobrecimiento tan grande como superfluo. El rechazo constante no puede ocupar el centro de la estrategia dietética. La permanente actitud defensiva debilita hasta incapacitar para defensa alguna. No es cosa de convertirse en un erizo. Tener que reaccionar lo menos posible; de lo contrario la reactividad lo invade y estropea todo. Así sucede con el erudito, el docto. Su ininterrumpido trato con libros, la manía de leer, hace que su pensar se transforme en respuesta a un estímulo. “Si no revuelve libros, no piensa”. Pierde toda capacidad de pensar por sí mismo. Sólo reacciona hasta agotar el instinto de autodefensa, “caso contrario se defendería contra los libros. El docto -un décadent”. “Muy temprano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro -¡a esto yo lo califico de vicioso!-”.
Sócrates, indigesto. La dietética nietzscheana apunta a disponer las condiciones más favorables para la creación. Ello incluye un firme imperativo antisocrático. Supuesto que uno esté destinado a grandes tareas es contraindicado mirarlas de frente, más aún, procurar conocerse a sí mismo. “El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es”. Frente a la voluntariosa autorreferencia del sujeto metafísico, la introspección y la reflexión, se alza ahora el paradigma de la preñez, forma de gestación creativa inherente a un sujeto corporal, cuyas funciones anímicas deben ser entendidas, sin sombra de reduccionismo, en términos vitales. Lejos de intentar conocerse a sí mismo, gesto en definitiva insensato, la dietética aconseja “olvidar-se, malentender-se, empequeñecer-se, estrechar-se, mediocrizar-se”. Ningún gran imperativo debe empañar la superficie de la conciencia, en verdad, pura superficie. Mientras se rinde culto a la enajenación, la idea madura en lo oculto, dispone los medios que posibilitarán su emergencia dominante. A la hora señalada, nos apartará de los caminos inconducentes. Lo esencial se funda en el retorno. Se trata pues de dejar hacer, de confiar en ignotas fuerzas creadoras que habitan nuestro cuerpo. Por eso Nietzsche puede decir, desafiante, provocador, que no recuerda haberse esforzado nunca. “‘Querer’ algo, ‘aspirar’ a algo, proponerse una ‘finalidad’, un ‘deseo’ -nada de eso lo conozco yo por experiencia propia”.
El capítulo se cierra con una rotunda reafirmación. ¿Por qué se ha ocupado de “todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes”? Pues porque esas cosas pequeñas, a saber, alimentación, clima, lugar, recreación “son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante”. Se impone entonces cambiar lo aprendido. Lo que hasta ahora se ha creído importante son irrealidades, ficciones perversas tramadas por enfermos, a saber, Dios, alma, virtud, pecado, más allá, verdad, vida eterna. “Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas (...) por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, -por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas ‘pequeñas’, quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma”.
1 Sánchez Pascual, traductor de Nietzsche al castellano, nos aclara que el grog es una “bebida caliente, que se hace con agua, azúcar y ron u otro licor”. (No parece tan “fuerte”, después de todo...).
2 El psicoanálisis tiene mucho que aportar en esta dirección, siempre y cuando se lo inscriba en un horizonte posmetafísico. Dado el caso, la cura analítica ha de concebirse como la instauración de un régimen de vida personal inconmensurable e intransferible por parte del analizante. Eso supone, cuanto menos, una ampliación del Yo, una reestructuración del Superyo y cierta benevolencia hacia los requerimientos del Ello. Quizá otra manera de decir lo que a veces se enuncia, algo confusamente, como “saber hacer con el síntoma”. La sorda batalla que se libra actualmente en el seno del campo psicoanalítico, matizada por mil discusiones intrascendentes, concierne a la palabra nietzscheana sobre la “muerte de Dios”. Los bandos se disponen según se asuma o se reniegue este acontecimiento crucial. ¿Debe convivir el psicoanálisis, aun conflictivamente, con la moral, la religión, la metafísica, darlas por buenas a pesar de su evidente agotamiento, o su verdadera potencia y significación se despliegan “más allá del bien y del mal”? Conocidos son el poco aprecio y la reticencia de Freud frente a la moral, la metafísica y la religión, amén del descomunal trabajo de deconstrucción al que las sometió, poco asimilado todavía por el grueso de los psicoanalistas, dicho sea de paso. En un horizonte posmetafísico el psicoanálisis puede pensarse y practicarse muy bien como estrategia dietética altamente eficaz.
por Silvio Juan Maresca
Filósofo y ensayista
¿Cómo hay que alimentarse para alcanzar el máximo de la fuerza? La preocupación del celébre filósofo por la alimentación, un problema del que depende la “salvación de la humanidad”, según sus palabras. Los beneficios del té y la caminata, y las desventajas del café y el alcohol.
Mejor que Dios, aprender a alimentarse bien. Según creo, las últimas referencias de Friedrich Nietzsche a la alimentación aparecen en su otoñal autobiografía, penúltima obra escrita por Nietzsche para su publicación, entre octubre y noviembre de aquel frenético y conclusivo 1888, año cuando en imparable seguidilla el autor del “Zaratustra” redactará “El caso Wagner”, los “Ditirambos de Dioniso”, el “Crepúsculo de los ídolos”, su tremendo “Anticristo” y finalmente, después de “Ecce homo” -tal el título de su autobiografía-, “Nietzsche contra Wagner”. La exuberante producción sugiere que tal vez Nietzsche intuyera la cercanía inminente de su catastrófico final. En efecto, en los primeros días de enero de 1889 Nietzsche sufre en Turín el colapso del cual nunca se recuperará. “Ecce homo” vio la luz recién en 1908, ocho años después de la muerte del filósofo.
Casi cien años después de Kant, Nietzsche aborda el tema de la alimentación en un capítulo de “Ecce homo” titulado “Por qué soy tan inteligente”. No es una pregunta sino una afirmación. El capítulo anterior se denomina “Por qué soy tan sabio”; el posterior, “Por qué escribo tan buenos libros”. ¿Exagerado aprecio por sí mismo, sobreestimación, megalomanía? Con mayor seguridad, desafío a la modestia hipócrita inherente a la moral cristiana, en su versión pequeño-burguesa. Un protestantismo finisecular, suerte de kantismo para las masas, dominaba el panorama, por lo menos en Alemania.
¿Por qué tan inteligente? Porque no ha reflexionado sobre problemas que no lo son, como las cuestiones “genuinamente religiosas”, por ejemplo. No tiene la más pálida idea de qué significa ser “pecador” o padecer “remordimientos de conciencia”. En todo caso (y en todos los casos), es preciso completar una acción luego de haberla emprendido, desentendiéndose de sus consecuencias “buenas” o “malas”, esto es, exitosas o no. Un desentenderse de las consecuencias que no guarda relación alguna, claro está, con la análoga afirmación kantiana: no es cuestión de acatar mandatos emanados de lo suprasensible, declarándose impotente respecto de sus efectos en el mundo sensible, regido por causalidades fenoménicas, ajenas a la moral. Nada de eso. Más bien la presencia acuciante del fantasma religioso-moral, de la interpretación religioso-moral: “Cuando las cosas salen mal, se pierde con demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo”. Importa respetarse en el fracaso. “Respetar tanto más en nosotros algo que ha fallado porque ha fallado -esto, antes bien, forma parte de mi moral”. Se entiende por qué cargar las tintas en la acción fallida; es allí donde desde siempre encuentra su oportunidad la malvada interpretación religioso-moral; Nietzsche recomienda desembarazarse de conceptos tales como “más allá”, “inmortalidad del alma”, “redención”, “Dios”. Por lo demás, contrasta la naturalidad con que Nietzsche utiliza la primera persona singular con la reticencia kantiana al respecto.
En cambio, de los mencionados devaneos religiosos -dice Nietzsche- le interesa un problema del cual sí depende la “salvación de la humanidad”: el de la alimentación. La cuestión es: ¿cómo hay que alimentarse para alcanzar el máximo de la fuerza, o sea, la virùú? Nietzsche escribe la palabra “virtù” en italiano, en el idioma de su admirado Maquiavelo. Virtù, es decir, virtud renacentista, exenta de moralina, aclara nuestro filósofo. Pero la pregunta se orienta hacia un ámbito estrictamente personal, interpela a cada quien. Por eso Nietzsche la reformula así: “¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar el máximo de tu fuerza (...)?”.
Enseguida Nietzsche nos hace partícipes de amargas confesiones. Manifiesta haber llegado tarde, muy tarde, a la esencial pregunta por la alimentación, debido a la educación alemana y su idealismo, que para el caso no significa otra cosa que perder de vista las realidades. En pos de metas “ideales”, los alemanes se empeñan, por ejemplo, en proveerse de una cultura clásica, cosa que les está vedada por definición. Resultado, se lamenta Nietzsche, hasta bien entrado en la adultez ha comido mal, es decir, “impersonalmente”, “desinteresadamente”, “altruísticamente”, “a la salud de los cocineros y otros compañeros en Cristo”.
La cocina alemana es la primera que debe comparecer ante la mirada crítica. En ella no hay nada que ande bien, nada rescatable: la sopa antes de la comida, las carnes demasiado cocidas, las verduras grasas, los dulces degenerados, beber después de comer (costumbre bestial, la define Nietzsche). ¿Consecuencias? El espíritu alemán procede de intestinos revueltos, es una verdadera indigestión, no acaba con nada.
Apenas menos repugnante es la comida inglesa. No es desatinado compararla con el canibalismo. Su efecto es dotar al espíritu de “pies pesados”, pies de mujeres inglesas, concluye Nietzsche.
Sin discusión la mejor cocina es la del Piemonte, por lo menos para Nietzsche. ¿Por qué? El filósofo no da explicación alguna y pasa de inmediato a considerar las bebidas. Nos revela que las bebidas alcohólicas le caen mal; un solo vaso de vino o de cerveza bastan para arruinarle el día. ¡Hasta en esto desacuerda con Kant! Nietzsche -es cierto- no ha llegado (ni llegará) a la vejez (recordemos que Kant recomendaba beber vino a los hombres de edad avanzada). Creer que el vino alegra, sigue Nietzsche, es signo inequívoco de una espiritualidad cristiana de la cual, por enésima vez, sin perder ocasión, el padre de “Zaratustra” se declara ajeno. Sin embargo, hay que hacer una salvedad: “Cosa extraña, mientras que pequeñas dosis de alcohol, muy diluidas, me ocasionan esa extrema destemplanza, yo me convierto casi en un marinero cuando se trata de dosis fuertes”. Pero esa experiencia remite al pasado estudiantil, a noches de ejercicios de latín, regadas con grog¹. Sobre la mitad de su vida, según sus propias palabras, Nietzsche tomó la decisión de prescindir por completo de bebidas alcohólicas. “El agua basta...” Preferentemente, extraída de “fuentes que corran”. Nietzsche descree de la conocida aserción in vino veritas, nueva oportunidad para manifestar y manifestarnos su desacuerdo radical con quienquiera sea respecto del concepto de verdad.
Pero todavía falta. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una pequeña. No tomar nada entre comida y comida. No beber café (ofusca).Té, sólo por la mañana, poco y muy cargado. Pero ha de tenerse en cuenta la variable del clima: “En un clima muy excitante el té es desaconsejable como primera bebida del día: se debe comenzar una hora antes con una taza de chocolate espeso y desgrasado”. A pesar del uso predominante de la primera persona singular y del apego a su propia experiencia, Nietzsche parece deslizarse peligrosamente hacia prescripciones universales. Por cierto, siempre en menor medida que Kant, cauteloso no obstante en este aspecto. Quizá por eso Nietzsche interrumpe por un momento la catarata de prescripciones y aclara: “Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados”.
La transfiguración de la dietética. De Kant a Nietzsche la dietética parece no sólo ganar en importancia sino ajustarse cada vez con mayor rigor a las peculiaridades de cada quien, a las exigencias y conveniencias de la singularidad. La dietética crece en significación en la misma medida en que las costumbres pierden vigor y declinan las morales universalistas. La vida humana necesita darse un orden que los instintos le han mezquinado. La institución de un régimen de vida (dietética) procura reemplazar la normatividad perdida. Pero la decadencia de las costumbres y de la moral, su pérdida de poder vinculante, corren parejas con un progresivo proceso de singularización. Al mismo tiempo pues que la dietética aumenta su peso se ve obligada a abandonar toda pretensión de universalidad, ya que debe adecuarse cada vez más a los requerimientos de la pujante singularidad. Claro que esta singularización puede ser auténtica o inauténtica (el individualismo masificado). Idénticos caminos recorrerá la dietética. Ajustará sus preceptos a una singularidad auténtica, autora autónoma de los mismos, o dictará sus normas a un simulacro de singularidad, tornándose así una dietética paródicamente singular.
En las antípodas de Kant, que desaconsejaba pensar y caminar simultáneamente, Nietzsche abomina el pensamiento que se elabora sentado. En este rechazo encontramos la matriz de algunas de sus teorías más originales y sorprendentes, como sabe todo lector de “La genealogía de la moral”. “Estar sentado el menor tiempo posible, no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad, -a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos”. A la obsequiosa consideración de sus intestinos por parte de Kant, Nietzsche contrapone su abierto desprecio por ellos, retomando quizá sin advertirlo una noble costumbre peripatética. “Todos los prejuicios proceden de los intestinos”, concluye solemnemente.
Pero la dietética nietzscheana -como era de suponer- no se restringe a la alimentación. Hay que traer a colación el lugar y el clima. Al hecho de que las prescripciones alimentarias nunca fueron más que un capítulo de la dietética filosófica (lo mismo sucede en la medicina antigua), se suma ahora la importancia creciente que adquieren sus variados tópicos al calor de la disolución de las costumbres y de la moral, como recién decíamos. Desde un ángulo complementario, religioso, metafísico, podríamos agregar que con la “muerte de Dios” y la implosión del sujeto cristiano-moderno (cartesiano, kantiano, hegeliano), sustituto del alma inmaterial, el sujeto posmetafísico se identifica con el cuerpo, cada cuerpo. Ya no existe un reducto espiritual, indiferente en el fondo a cualquier determinación empírica. Si el sujeto es el cuerpo (comoquiera se lo entienda), alimentación, lugar de residencia, clima, sexo, edad y numerosas variantes análogas condicionan decisivamente el pensamiento. ¿Cómo no interesarse entonces por todo ello? Dime qué y cómo comes y bebes, dónde resides, qué clima padeces o eliges, cuál es tu preferencia sexual, la edad que tienes y te diré cómo piensas. Por eso puede decir Nietzsche en “La gaya ciencia”(§7): “Hasta ahora carece aún de historia todo lo que ha dado color a la existencia: ¿dónde podría encontrarse una historia del amor, de la codicia, de la envidia, de la conciencia, de la piedad, de la crueldad? (...) ¿Se han hecho ya objeto de investigación las diferentes divisiones del día, las consecuencias de un establecimiento reglamentado del trabajo, la fiesta y el descanso? ¿Se conocen los efectos morales de los alimentos? ¿Existe una filosofía de la alimentación? (...) ¿Se han recopilado ya las experiencias acerca de la vida en común, por ejemplo, las experiencias de los conventos? ¿Se ha expuesto ya la dialéctica del matrimonio y de la amistad? ¿Han encontrado ya su pensador las costumbres de los eruditos, los comerciantes, los artistas, los artesanos? (...) Todo lo que hasta ahora los hombres han considerado como sus ‘condiciones de existencia’ y toda la razón, pasión y superstición que hay en esta consideración -¿ha sido investigado esto hasta el final?”. La historia es la historia del cuerpo.
No descuidar el clima. Lugar y clima, sobre todo el clima, influyen sobre el metabolismo y éste a su vez incide en la tarea. El retardo o la aceleración del metabolismo pueden incluso alejar del cometido o hasta hacerlo perder de vista por completo. Enseguida reaparecen los intestinos, órgano al cual Kant y Nietzsche son tan afectos, aunque con distintas ópticas, como hemos visto. Una pequeña “inercia intestinal” es capaz de convertir a un genio en un mediocre, o sea, en un alemán, sostiene Nietzsche. El clima alemán debilita hasta los intestinos más robustos. En suma, el ritmo del metabolismo guarda una estrecha relación con la ligereza o pesantez de “los pies del espíritu; el ‘espíritu’ mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo”. Después de lo dicho más arriba, se entenderán estas metáforas (“pies del espíritu”) y afirmaciones de Nietzsche. Agotada la tradición cristiano-metafísica de Occidente, el sujeto es el cuerpo, cada cuerpo. Las funciones anímicas se corporifican, sin perder por ello especificidad, como sí sucede en el viejo y grosero materialismo metafísico, que domina todavía hoy en gran medida nuestras ciencias naturales al uso.
Todos los hombres de gran espiritualidad, los genios, se han desarrollado en climas secos. Nietzsche nombra París, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas. La emergencia del genio, sus posibilidades de prosperar, están condicionadas por el aire seco y el cielo puro. ¿Por qué? Por el metabolismo rápido que implica “la posibilidad de recobrar una y otra vez cantidades grandes, incluso gigantescas, de fuerza”.
Fisiología, dietética y filosofía posmetafísica. Junto con la dietética se acrecienta la consideración fisiológica, que parece abarcarlo todo. Moral, metafísica, religión son sólo malas lecturas del funcionamiento corporal. El régimen de vida no puede establecerse con acierto dando las espaldas a un auténtico saber sobre ese funcionamiento. Pero la fisiología que propugna Nietzsche coincide sólo parcialmente con los desarrollos científicos corrientes. Tiene mucho de escucha atenta a los impulsos que alientan en la propia naturaleza singular. Por eso Nietzsche habla, aquí y allá, de “mi” fisiología.
¿Cómo no recordar aquí que Aristóteles denominaba “fisiólogos” a los tempranos pensadores griegos, escolarmente conocidos como “presocráticos”? “Fisiólogos”: esto es, estudiosos de la phýsis. “Ahora bien, ¿qué dice la palabra phýsis? Significa lo que sale o brota desde sí mismo (...); el desplegarse que se manifiesta, lo que en tal despliegue se hace manifiesto y se detiene y permanece en esa manifestación; en síntesis, la fuerza imperante de lo que, al brotar, permanece (...) La phýsis, entendida como salir o brotar, puede experimentarse en todas partes (...) Pero phýsis, la fuerza imperante que brota, no significa lo mismo que esos procesos que todavía hoy consideramos como pertenecientes a la ‘naturaleza’” (Heidegger). Fisiología: finos oídos para la fuerza imperante que brota, sin despreciar por ello los conocimientos procedentes de la ciencia positiva.
Nietzsche se queja amargamente una vez más de su ignorancia juvenil en cuestiones fisiológicas. Endilga todas las culpas al “maldito ‘idealismo’”. Idealismo y cuidado de sí se contraponen nítida y violentamente. El súbito repliegue sobre el cuerpo (más que a su filosofía, Nietzsche lo atribuye a su enfermedad), permite escuchar algo de la lejana voz del instinto, aliado imprescindible de la dietética, por difícil que sea reencontrarlo y descifrarlo.
Alimentación, clima y lugar no agotan el objeto de la dietética: “La tercera cosa en que por nada del mundo es lícito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse”.
Las incumbencias de la dietética parecen extenderse sin encontrar límite alguno, abrazando todos los aspectos de la vida. Tradicionalmente, digamos, en la modernidad, aunque la dietética filosófica comprendía un campo mucho más vasto que el referido a la alimentación, permanecía acotada por la moral, la religión, la metafísica. Las pautas de conducta eran instituidas por la moral, cuando no todavía por la costumbre (o una transacción entre ambas). El cuerpo representaba una modesta porción de la subjetividad. Al disiparse la tradición moderna, la dietética pasa a ocupar los lugares vacantes. Sustituye a la moral, la religión, la metafísica.
Empezamos a comprender que el capítulo “Por qué soy tan inteligente” de “Ecce homo”, con su dietética, constituye un verdadero tratado de filosofía posmetafísica. En la posmodernidad, filosofía y dietética se confunden: filosofar es construir el propio régimen de vida, en sus facetas más diversas, el modo singular de llevar la vida. Asistimos, en cierta forma, a un retorno a lo griego. Bien dice Jaeger: “Los griegos entienden por ‘dieta’, no sólo la reglamentación de los alimentos del enfermo sino todo el régimen de vida del hombre y especialmente el orden de los alimentos y de los esfuerzos impuestos al organismo”. Sin embargo, en la posmodernidad, el campo de aplicación de la dietética es todavía más amplio. La dietética griega extiende sus alcances más lejos que la moderna pero menos que la posmetafísica. Entre los griegos, la dietética resulta limitada al menos por la ética y la política; con seguridad, a partir de Platón. Adivino no obstante la objeción: nada impide entender cabalmente la ética y la política griegas en términos dietéticos. Platón es un pensador dietético.
Pero hay algo más importante que los alcances. En abierto contraste con la griega, la dietética posmetafísica rehúye las prescripciones generales; cuanto más se desarrolla más se singulariza; no olvidemos que su sujeto es un cuerpo singular.
¿Cómo se construye pues la dietética posmetafísica? No, desde ya, sometiéndose servilmente a pautas generales, válidas para todo el mundo. Nuestro único capital es la propia experiencia, supuesto que apartándonos de lo gregario, tengamos el coraje de realizarla. La dietética es así la transformación en regla singular de experiencias personales satisfactorias. Se requiere por cierto -lo hemos dicho- estar al tanto de la fisiología y la medicina corrientes pero privilegiar la escucha atenta a los dictados de la propia naturaleza.
Sabemos ahora cómo leer las prescripciones nietzscheanas. No se trata de adoptar las reglas que Nietzsche dicta para sí mismo sino de imitar su ejemplo, su inmensa libertad de espíritu, edificando las propias. Recordemos su indicación: “Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados”².
Recrearse leyendo, pero con estrategia. ¿Cómo recrearse? En primer lugar, la lectura. La lectura lo aparta de sí, de su extrema seriedad, le permite “pasear por ciencias y almas extrañas”, que no toma demasiado en serio. Ahora bien, en los períodos de creación fecunda, ningún libro cerca, ni siquiera que alguien nos hable, “emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual”.
¿Qué leer? Nietzsche nos cuenta que se refugia siempre en los mismos libros, pocos, que “han demostrado estar hechos precisamente para mí”. No pertenece a su naturaleza leer ni amar “muchas y diferentes cosas”. Su instinto lo impulsa a la cautela cuando no a la hostilidad respecto a libros nuevos. Nietzsche manifiesta otra vez su preferencia por la cultura francesa en detrimento, claro está, de la alemana. Alimentación, clima, lugar y tantísimas otras condiciones desfavorables, ¿qué esperar de la cultura alemana, de la célebre Bildung, de la cual los alemanes suelen ufanarse? “A donde llega Alemania, corrompe la cultura (Cultur)”.
Nietzsche adjudica su elección de alimentos, lugar, clima, recreaciones, a un “instinto de autoconservación” que se expresa como “instinto de autodefensa”. Pero la estrategia dietética no es simple. Ante todo es preciso omitir muchas cosas, “no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen”. “Gusto” es la palabra habitual con que se alude al instinto de autodefensa. Ahora bien, el imperativo del gusto obliga a decir no cuando el sí sería perjudicial, pero también a hacerlo lo menos posible. Para eso conviene alejarse de prisa de aquello ante lo cual la negativa se vuelve inevitable. El motivo es que cuando “los gastos defensivos (...) se convierten en regla, en hábito” se produce un empobrecimiento tan grande como superfluo. El rechazo constante no puede ocupar el centro de la estrategia dietética. La permanente actitud defensiva debilita hasta incapacitar para defensa alguna. No es cosa de convertirse en un erizo. Tener que reaccionar lo menos posible; de lo contrario la reactividad lo invade y estropea todo. Así sucede con el erudito, el docto. Su ininterrumpido trato con libros, la manía de leer, hace que su pensar se transforme en respuesta a un estímulo. “Si no revuelve libros, no piensa”. Pierde toda capacidad de pensar por sí mismo. Sólo reacciona hasta agotar el instinto de autodefensa, “caso contrario se defendería contra los libros. El docto -un décadent”. “Muy temprano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro -¡a esto yo lo califico de vicioso!-”.
Sócrates, indigesto. La dietética nietzscheana apunta a disponer las condiciones más favorables para la creación. Ello incluye un firme imperativo antisocrático. Supuesto que uno esté destinado a grandes tareas es contraindicado mirarlas de frente, más aún, procurar conocerse a sí mismo. “El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es”. Frente a la voluntariosa autorreferencia del sujeto metafísico, la introspección y la reflexión, se alza ahora el paradigma de la preñez, forma de gestación creativa inherente a un sujeto corporal, cuyas funciones anímicas deben ser entendidas, sin sombra de reduccionismo, en términos vitales. Lejos de intentar conocerse a sí mismo, gesto en definitiva insensato, la dietética aconseja “olvidar-se, malentender-se, empequeñecer-se, estrechar-se, mediocrizar-se”. Ningún gran imperativo debe empañar la superficie de la conciencia, en verdad, pura superficie. Mientras se rinde culto a la enajenación, la idea madura en lo oculto, dispone los medios que posibilitarán su emergencia dominante. A la hora señalada, nos apartará de los caminos inconducentes. Lo esencial se funda en el retorno. Se trata pues de dejar hacer, de confiar en ignotas fuerzas creadoras que habitan nuestro cuerpo. Por eso Nietzsche puede decir, desafiante, provocador, que no recuerda haberse esforzado nunca. “‘Querer’ algo, ‘aspirar’ a algo, proponerse una ‘finalidad’, un ‘deseo’ -nada de eso lo conozco yo por experiencia propia”.
El capítulo se cierra con una rotunda reafirmación. ¿Por qué se ha ocupado de “todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes”? Pues porque esas cosas pequeñas, a saber, alimentación, clima, lugar, recreación “son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante”. Se impone entonces cambiar lo aprendido. Lo que hasta ahora se ha creído importante son irrealidades, ficciones perversas tramadas por enfermos, a saber, Dios, alma, virtud, pecado, más allá, verdad, vida eterna. “Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas (...) por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, -por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas ‘pequeñas’, quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma”.
1 Sánchez Pascual, traductor de Nietzsche al castellano, nos aclara que el grog es una “bebida caliente, que se hace con agua, azúcar y ron u otro licor”. (No parece tan “fuerte”, después de todo...).
2 El psicoanálisis tiene mucho que aportar en esta dirección, siempre y cuando se lo inscriba en un horizonte posmetafísico. Dado el caso, la cura analítica ha de concebirse como la instauración de un régimen de vida personal inconmensurable e intransferible por parte del analizante. Eso supone, cuanto menos, una ampliación del Yo, una reestructuración del Superyo y cierta benevolencia hacia los requerimientos del Ello. Quizá otra manera de decir lo que a veces se enuncia, algo confusamente, como “saber hacer con el síntoma”. La sorda batalla que se libra actualmente en el seno del campo psicoanalítico, matizada por mil discusiones intrascendentes, concierne a la palabra nietzscheana sobre la “muerte de Dios”. Los bandos se disponen según se asuma o se reniegue este acontecimiento crucial. ¿Debe convivir el psicoanálisis, aun conflictivamente, con la moral, la religión, la metafísica, darlas por buenas a pesar de su evidente agotamiento, o su verdadera potencia y significación se despliegan “más allá del bien y del mal”? Conocidos son el poco aprecio y la reticencia de Freud frente a la moral, la metafísica y la religión, amén del descomunal trabajo de deconstrucción al que las sometió, poco asimilado todavía por el grueso de los psicoanalistas, dicho sea de paso. En un horizonte posmetafísico el psicoanálisis puede pensarse y practicarse muy bien como estrategia dietética altamente eficaz.
Revista Noticias N°1735
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