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por Jean Baudrillard
Si bien los objetos se ofrecen hoy bajo el signo de la diferenciación y de la elección, se proponen también (al menos los objetos claves) bajo el signo del crédito. Y de la misma manera en que, si el objeto le parece a uno bello y de buen precio, la elección, en cambio, se le “ofrece” a uno, así como se le “ofrecen” las facilidades de pago, a manera de gratificación del orden de producción.
El crédito se sobreentiende como un derecho del consumidor, y en el fondo como un derecho económico del ciudadano. Toda restricción a las posibilidades de crédito se entiende como una medida de represalia de parte del Estado, una supresión del crédito (inconcebible, por lo demás) será vivida por el conjunto de la sociedad como la supresión de una libertad.
Al nivel de la publicidad, el crédito es un argumento decisivo en la “estrategia del deseo”, y desempeña un papel como cualquier otra cualidad del objeto: va de la mano, en la motivación de compra, con la elección, con la “personalización” y la fabulación publicitaria, de la que es el complemento táctico. El contexto psicológico es el mismo: la anticipación del modelo en la serie se convierte aquí en la anticipación del disfrute de los objetos en el tiempo.
El sistema del crédito no afecta de derecho al objeto de serie más que al modelo, y nada le impide a uno comprar un Jaguar a plazos.
Sin embargo, es un hecho, y casi una ley consuetudinaria, que el modelo de lujo se compra al contado y que el objeto comprado a plazos tiene muy pocas posibilidades de ser un modelo.
Hay una lógica del standing (posición, categoría, nivel de vida) que hace que uno de los privilegios del modelo sea precisamente el prestigio de la compra al contado, en tanto que el constreñimiento de los plazos o “abonos” incrementa todavía el déficit psicológico propio del objeto de serie.
Desde hace mucho tiempo, una suerte de pudor se ha experimentado en el crédito, la presencia de un peligro moral, y ha colocado a la compra al contado entre las virtudes burguesas. Pero se puede reconocer que esta resistencia psicológica va disminuyendo progresivamente. Allí donde persisten, son supervivencias de la noción tradicional de propiedad, y afectan sobre todo a la pequeña clase poseedora, fiel a los conceptos de herencia, de ahorro y de patrimonio.
Estas supervivencias desaparecerán. Si antaño la propiedad tenía prioridad sobre el uso, hoy en día ocurre lo contrario, pues la extensión del crédito traduce, entre otros aspectos definidos por Riesman, el paso progresivo de una civilización del “acaparamiento” a una civilización de la práctica.
El usuario “a crédito” aprende poco a poco a utilizar con entera libertad el objeto como si fuese “el suyo”. Hasta el punto de que el momento mismo en que lo paga es aquel en el que se ha gastado: los “plazos” del objeto están ligados a los plazos de su duración (se sabe que los cálculos de las empresas norteamericanas llegan incluso a hacer que coincidan los dos períodos). Esto implica siempre el riesgo, en caso de incumplimiento de pago o de pérdida, de que el objeto se estropee antes de que se hayan vencido los plazos. (leer mAs)
Este riesgo define, incluso allí donde el crédito parece estar perfectamente integrado a la vida cotidiana, una inseguridad que nunca fue la del objeto “patrimonial”. Este último me pertenece: estoy a mano. El objeto a crédito será mío cuando “haya sido pagado”. Es algo como un futuro anterior.
Esta angustia de los plazos es muy particular, termina por constituir un proceso paralelo que pesa día tras día sin que la relación objetiva aflore a la conciencia: obsesiona al proyecto humano, no a la práctica inmediata.
El objeto, hipotecado, se nos escapa en el tiempo; en el fondo, siempre se nos ha escapado. Y esta huida se suma, en otro plano, a la del objeto de serie que escapa continuamente hacia el modelo.
Esta doble huida constituye la facilidad latente, la decepción próxima permanente, del mundo de objetos que nos rodea. El sistema de crédito, en el fondo, sólo ilumina un modo muy general de relación con los objetos en el contexto moderno.
En efecto, no es necesario tener ante sí quince meses de pagos de automóvil, de refrigerador y de televisión para llevar una existencia a crédito: la dimensión modelo serie, con su asignación forzada al modelo, es ya la de la inferioridad. Dimensión de la promoción social, es también la dimensión de la aspiración impedida.
Estamos continuamente en retardo respecto de nuestros objetos. Están ahí, y se encuentran ya a un año de ahí, en el último pago que los saldará, o en el modelo próximo que los remplazará.
Así, pues, el crédito no hace sino trasponer en el orden económico una situación psicológica fundamental: el constreñimiento de sucesión es el mismo, económico en el orden de vencimiento de los plazos, psicosociológico en la sucesión sistemática y acelerada de las series y de los modelos; de todas maneras, vivimos nuestros objetos según este modo de temporalidad preconstreñida, hipotecada.
Si casi no hay prevención contra el crédito tal vez porque en el fondo todos nuestros objetos son vividos actualmente como objetos a crédito, como deuda activa con la sociedad global, créditos perpetuamente revisables, fluctuantes, presos en una inflación y una devaluación crónicas. Tal y como la “personalización” se nos había manifestado como algo más que un artificio publicitario, como un concepto ideológico fundamental, así el crédito es mucho más que una institución económica: es una dimensión fundamental de nuestra sociedad, una ética nueva.
LA PRECESIÓN DEL CONSUMO: UNA ÉTICA NUEVA
Una generación ha contemplado la desaparición del concepto de patrimonio y de capital fijo. Hasta la generación pasada, los objetos adquiridos lo eran en propiedad plena, materializaban un trabajo consumado.
No hace mucho tiempo aún la compra del comedor, del automóvil, era el término de un largo esfuerzo de economía. Se trabaja soñando con adquirir: la vida es vivida conforme al modo puritano del esfuerzo y de la recompensa, pero cuando los objetos están allí, es que han sido ganados, son un recibo del pasado y seguridad para el porvenir. Un capital.
Hoy en día, los objetos se encuentran allí antes de haber sido ganados, son un anticipo de la suma de esfuerzos y de trabajo que representan, su consumo precede, por así decirlo, a su producción.
Cierto es que no tengo, respecto de ellos, puesto que no hago más que valerme de ellos, responsabilidad patrimonial, no me han sido legados por nadie y no se los legaré a nadie. Es otro constreñimiento el que ejercen; están, por así decirlo, suspendidos encima de mí, que tengo que irlos pagando.
Si ya no me relaciono, a través de ellos, con la familia, ni con un grupo tradicional, por el contrario me relaciono con la sociedad global y con sus instancias (orden económico y financiero, fluctuaciones de la moda,etc.). Será necesario volverlos a comprar cada mes, renovarlos todos los años. Todo cambia a partir de allí, el sentido que tienen para mí, el proyecto que encarnan, su porvenir objetivo y el mío.
Pensemos en que si, durante siglos fueron las generaciones de hombres las que se sucedieron en una decoración estable de objetos, que les sobrevivían, hoy en día son las generaciones de objetos las que se suceden, con ritmo acelerado, en una misma existencia individual.
Si antes era el hombre el que imponía su ritmo a los objetos, hoy en día son los objetos los que imponen sus ritmos discontinuos a los hombres, su manera discontinua de estar allí, de descomponerse o de sustituirse unos a otros sin envejecer.
El status de una civilización entera cambia, de tal manera, según el modo de presencia y de disfrute de los objetos cotidianos.
En la economía doméstica patriarcal, fundada en la herencia y en la estabilidad de la renta, el consumo nunca precede a la producción. En buena lógica cartesiana y moral, el trabajo precede siempre al fruto del trabajo, como la causa precede al efecto. Este modo de acumulación ascética constituido por la previsión, por el sacrificio, por la resorción de las necesidades en una tensión de la persona, toda esta civilización del ahorro ha tenido su período heroico para culminar en la silueta anacrónica del rentista, y del rentista arruinado que, en el siglo XX, vivió la experiencia histórica de la vanidad, de la moral y del cálculo económico tradicionales.
A fuerza de vivir a la altura de sus medios, generaciones enteras han terminado por vivir muy por debajo de sus medios. Trabajo, mérito, acumulación, todas estas virtudes de una era que culmina en el concepto de propiedad son sensibles aún en los objetos que les dan testimonio y cuyas generaciones perdidas pueblan como fantasmas los interiores pequeñoburgueses.
Hoy en día ha nacido una nueva moral: precesión del consumo sobre la acumulación, huida hacia adelante, inversión forzada, consumo acelerado, inflación crónica (se vuelve absurdo economizar): de esto resulta todo el sistema en el que primero se compra para redimir la deuda después mediante el trabajo.
De tal manera, con el crédito, se vuelve a una situación propiamente feudal, a la de una fracción de trabajo debida de antemano al señor, al trabajo servil.
Sin embargo,a diferencia del sistema feudal, el nuestro juega sobre una complicidad. El consumidor moderno integra y asume espontáneamente este constreñimiento sin fin: comprar para que la sociedad siga produciendo, para que pueda continuar trabajando el hombre a fin de poder pagar lo que ha comprado. Es lo que expresan perfectamente
los lemas norteamericanos (Packard, p. 26):
“¡Comprar es seguir trabajando!”
“¡Comprar es tener asegurado el porvenir!”
“¡Una compra hoy es un desocupado menos. Tal vez USTED!”
“¡Compra hoy la prosperidad y la tendrás mañana!”
Ilusionismo notable: esta sociedad que nos concede el crédito, al precio de una libertad formal, es la que recibe nuestro crédito al enajenarle nuestro porvenir.
No cabe duda que el orden de la producción vive primero de la explotación de la fuerza de trabajo, pero hoy se refuerza con este consenso circular, con esta colusión, que hace que la sucesión misma sea vivida como libertad, y, por tanto, se autonomice como sistema durable.
En cada hombre, el consumidor es cómplice del orden de producción, y no guarda relación con el productor (que simultáneamente es él mismo) que es su víctima. Esta disociación productor–consumidor es el resorte mismo de la integración: todo está configurado de manera que no cobre nunca la forma viva y crítica de una contradicción.
EL MILAGRO DE LA COMPRA
La virtud del crédito (como la de la publicidad) es, en efecto, el desdoblamiento de la compra y de sus determinaciones objetivas.
Comprar a crédito equivale a la apropiación total de un objeto por una fracción de su valor real. Una inversión mínima por una ganancia maravillosa. Los plazos se esfuman en el futuro, el objeto se adquiere, por así decirlo, al precio de un gesto simbólico.
Esta acción es a imagen y semejanza de la del mitómano: como precio de una historia imaginaria, el mitómano obtiene del interlocutor una consideración desproporcionada. Su inversión real es mínima, la ganancia es extraordinaria: dando como fianza un signo, por así decirlo, se apodera de los prestigios de la realidad. También él vive a crédito, teniendo como garantía la conciencia de los demás.
Ahora bien, esta inversión de la praxis normal de transformación de lo real que va del trabajo al producto del trabajo y que funda la temporalidad tradicional de la lógica del conocimiento, lo mismo que de la praxis cotidiana, esta anticipación del beneficio de las cosas, es el proceso mismo de la magia. Y lo que el comprador consume y asume en el crédito, al mismo tiempo que el objeto anticipado, es el mito de la funcionalidad mágica de una sociedad capaz de ofrecerle tales posibilidades de realización inmediata.
Sobra decir que no tardará en enfrentarse a la realidad socioeconómica, tal y como el mitómano, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse al papel que se ha imaginado. Desenmascarado, el mitómano se declara en quiebra o bien sale de apuros contando otra historia. El comprador a crédito también se dará de narices contra los plazos y es por demás posible que trate de encontrar confortación psicológica en la compra
de otro objeto a crédito.
La huida hacia delante es la regla en este orden de comportamiento y el rasgo más admirable en los dos casos es que no haya nunca consecuencia: ni en el mitómano, entre la historia que cuenta y el fracaso que experimenta (no saca ninguna lección de la realidad), ni en el comprador a crédito, entre su gratificación mágica de la compra y los plazos que tuvo que pagar en seguida. El sistema de crédito eleva aquí al colmo la irresponsabilidad del hombre ante sí mismo: el que compra aliena al que paga, que es el mismo hombre, pero el sistema, por su desnivel en el tiempo, hace que no tome conciencia de ello.
AMBIGÜEDAD DEL OBJETO DOMÉSTICO
En pocas palabras, el crédito, so capa de favorecer una civilización de usuarios modernos, por fin liberados de los constreñimientos de la propiedad, instaura por lo contrario todo un sistema de integración en el que se revuelven la sociomitología y la presión económica brutal.
El crédito no es solamente una moral, sino que también es una política. La técnica del crédito se conjuga con la táctica de la personalización para otorgar a los objetos una función sociopolítica que anteriormente nunca hubieron de desempeñar.
Ya no vivimos en los tiempos de los siervos, ni tampoco vivimos en los tiempos de los usureros: estos constreñimientos han sido abstraídos y amplificados en la dimensión del crédito. Dimensión social, dimensión del tiempo, dimensión de las cosas. A través de ella y de la estrategia que la impone, los objetos desempeñan su papel de aceleradores, de multiplicadores de las tareas, de las satisfacciones, de los gastos: se convierten en un volante de arrastre, su inercia misma se convierte en una fuerza centrífuga que impone a la vida cotidiana su ritmo de huida hacia adelante, de suspenso y de desequilibrio.
Al mismo tiempo, los objetos, sobre los que se había replegado siempre el universo doméstico para escapar a lo social, encadenan hoy, por lo contrario, el universo doméstico a los circuitos y a los constreñimientos del universo social.
A través del crédito (gratificación y libertad formal, pero también sanción social, sujeción y fatalidad en el corazón mismo de las cosas) lo doméstico es investido directamente: encuentra una especie de dimensión social, pero para mal.
Es en el límite absurdo del crédito, en el caso, por ejemplo, en que el vencimiento de los pagos a plazos inmoviliza el automóvil por falta de gasolina, es decir, en el punto límite en que el proyecto humano, filtrado y fragmentado por el constreñimiento económico, se devora a sí mismo, es allí donde aparece una verdad fundamental del orden actual, que es la de que los objetos no tienen como destino, de ninguna manera, el ser poseídos y usados, sino solamente el ser producidos y comprados.
O dicho de otra manera, no se estructuran en función de las necesidades, ni de una organización más racional del mundo, sino que se sistematizan en función exclusiva de un orden de producción y de integración ideológica.
En efecto, ya no hay, exactamente, objetos privados: a través de su uso multiplicado, es el orden social de producción el que viene a acosar, con su propia complicidad, al mundo íntimo del consumidor y su conciencia.
Con esta investidura, en profundidad, desaparece también la posibilidad de negar eficazmente este orden y rebasarlo.
Baudrillard, Jean: El sistema de los objetos (177-185). Siglo XXI, México, 1969
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por Jean Baudrillard
Si bien los objetos se ofrecen hoy bajo el signo de la diferenciación y de la elección, se proponen también (al menos los objetos claves) bajo el signo del crédito. Y de la misma manera en que, si el objeto le parece a uno bello y de buen precio, la elección, en cambio, se le “ofrece” a uno, así como se le “ofrecen” las facilidades de pago, a manera de gratificación del orden de producción.
El crédito se sobreentiende como un derecho del consumidor, y en el fondo como un derecho económico del ciudadano. Toda restricción a las posibilidades de crédito se entiende como una medida de represalia de parte del Estado, una supresión del crédito (inconcebible, por lo demás) será vivida por el conjunto de la sociedad como la supresión de una libertad.
Al nivel de la publicidad, el crédito es un argumento decisivo en la “estrategia del deseo”, y desempeña un papel como cualquier otra cualidad del objeto: va de la mano, en la motivación de compra, con la elección, con la “personalización” y la fabulación publicitaria, de la que es el complemento táctico. El contexto psicológico es el mismo: la anticipación del modelo en la serie se convierte aquí en la anticipación del disfrute de los objetos en el tiempo.
El sistema del crédito no afecta de derecho al objeto de serie más que al modelo, y nada le impide a uno comprar un Jaguar a plazos.
Sin embargo, es un hecho, y casi una ley consuetudinaria, que el modelo de lujo se compra al contado y que el objeto comprado a plazos tiene muy pocas posibilidades de ser un modelo.
Hay una lógica del standing (posición, categoría, nivel de vida) que hace que uno de los privilegios del modelo sea precisamente el prestigio de la compra al contado, en tanto que el constreñimiento de los plazos o “abonos” incrementa todavía el déficit psicológico propio del objeto de serie.
Desde hace mucho tiempo, una suerte de pudor se ha experimentado en el crédito, la presencia de un peligro moral, y ha colocado a la compra al contado entre las virtudes burguesas. Pero se puede reconocer que esta resistencia psicológica va disminuyendo progresivamente. Allí donde persisten, son supervivencias de la noción tradicional de propiedad, y afectan sobre todo a la pequeña clase poseedora, fiel a los conceptos de herencia, de ahorro y de patrimonio.
Estas supervivencias desaparecerán. Si antaño la propiedad tenía prioridad sobre el uso, hoy en día ocurre lo contrario, pues la extensión del crédito traduce, entre otros aspectos definidos por Riesman, el paso progresivo de una civilización del “acaparamiento” a una civilización de la práctica.
El usuario “a crédito” aprende poco a poco a utilizar con entera libertad el objeto como si fuese “el suyo”. Hasta el punto de que el momento mismo en que lo paga es aquel en el que se ha gastado: los “plazos” del objeto están ligados a los plazos de su duración (se sabe que los cálculos de las empresas norteamericanas llegan incluso a hacer que coincidan los dos períodos). Esto implica siempre el riesgo, en caso de incumplimiento de pago o de pérdida, de que el objeto se estropee antes de que se hayan vencido los plazos. (leer mAs)
Este riesgo define, incluso allí donde el crédito parece estar perfectamente integrado a la vida cotidiana, una inseguridad que nunca fue la del objeto “patrimonial”. Este último me pertenece: estoy a mano. El objeto a crédito será mío cuando “haya sido pagado”. Es algo como un futuro anterior.
Esta angustia de los plazos es muy particular, termina por constituir un proceso paralelo que pesa día tras día sin que la relación objetiva aflore a la conciencia: obsesiona al proyecto humano, no a la práctica inmediata.
El objeto, hipotecado, se nos escapa en el tiempo; en el fondo, siempre se nos ha escapado. Y esta huida se suma, en otro plano, a la del objeto de serie que escapa continuamente hacia el modelo.
Esta doble huida constituye la facilidad latente, la decepción próxima permanente, del mundo de objetos que nos rodea. El sistema de crédito, en el fondo, sólo ilumina un modo muy general de relación con los objetos en el contexto moderno.
En efecto, no es necesario tener ante sí quince meses de pagos de automóvil, de refrigerador y de televisión para llevar una existencia a crédito: la dimensión modelo serie, con su asignación forzada al modelo, es ya la de la inferioridad. Dimensión de la promoción social, es también la dimensión de la aspiración impedida.
Estamos continuamente en retardo respecto de nuestros objetos. Están ahí, y se encuentran ya a un año de ahí, en el último pago que los saldará, o en el modelo próximo que los remplazará.
Así, pues, el crédito no hace sino trasponer en el orden económico una situación psicológica fundamental: el constreñimiento de sucesión es el mismo, económico en el orden de vencimiento de los plazos, psicosociológico en la sucesión sistemática y acelerada de las series y de los modelos; de todas maneras, vivimos nuestros objetos según este modo de temporalidad preconstreñida, hipotecada.
Si casi no hay prevención contra el crédito tal vez porque en el fondo todos nuestros objetos son vividos actualmente como objetos a crédito, como deuda activa con la sociedad global, créditos perpetuamente revisables, fluctuantes, presos en una inflación y una devaluación crónicas. Tal y como la “personalización” se nos había manifestado como algo más que un artificio publicitario, como un concepto ideológico fundamental, así el crédito es mucho más que una institución económica: es una dimensión fundamental de nuestra sociedad, una ética nueva.
LA PRECESIÓN DEL CONSUMO: UNA ÉTICA NUEVA
Una generación ha contemplado la desaparición del concepto de patrimonio y de capital fijo. Hasta la generación pasada, los objetos adquiridos lo eran en propiedad plena, materializaban un trabajo consumado.
No hace mucho tiempo aún la compra del comedor, del automóvil, era el término de un largo esfuerzo de economía. Se trabaja soñando con adquirir: la vida es vivida conforme al modo puritano del esfuerzo y de la recompensa, pero cuando los objetos están allí, es que han sido ganados, son un recibo del pasado y seguridad para el porvenir. Un capital.
Hoy en día, los objetos se encuentran allí antes de haber sido ganados, son un anticipo de la suma de esfuerzos y de trabajo que representan, su consumo precede, por así decirlo, a su producción.
Cierto es que no tengo, respecto de ellos, puesto que no hago más que valerme de ellos, responsabilidad patrimonial, no me han sido legados por nadie y no se los legaré a nadie. Es otro constreñimiento el que ejercen; están, por así decirlo, suspendidos encima de mí, que tengo que irlos pagando.
Si ya no me relaciono, a través de ellos, con la familia, ni con un grupo tradicional, por el contrario me relaciono con la sociedad global y con sus instancias (orden económico y financiero, fluctuaciones de la moda,etc.). Será necesario volverlos a comprar cada mes, renovarlos todos los años. Todo cambia a partir de allí, el sentido que tienen para mí, el proyecto que encarnan, su porvenir objetivo y el mío.
Pensemos en que si, durante siglos fueron las generaciones de hombres las que se sucedieron en una decoración estable de objetos, que les sobrevivían, hoy en día son las generaciones de objetos las que se suceden, con ritmo acelerado, en una misma existencia individual.
Si antes era el hombre el que imponía su ritmo a los objetos, hoy en día son los objetos los que imponen sus ritmos discontinuos a los hombres, su manera discontinua de estar allí, de descomponerse o de sustituirse unos a otros sin envejecer.
El status de una civilización entera cambia, de tal manera, según el modo de presencia y de disfrute de los objetos cotidianos.
En la economía doméstica patriarcal, fundada en la herencia y en la estabilidad de la renta, el consumo nunca precede a la producción. En buena lógica cartesiana y moral, el trabajo precede siempre al fruto del trabajo, como la causa precede al efecto. Este modo de acumulación ascética constituido por la previsión, por el sacrificio, por la resorción de las necesidades en una tensión de la persona, toda esta civilización del ahorro ha tenido su período heroico para culminar en la silueta anacrónica del rentista, y del rentista arruinado que, en el siglo XX, vivió la experiencia histórica de la vanidad, de la moral y del cálculo económico tradicionales.
A fuerza de vivir a la altura de sus medios, generaciones enteras han terminado por vivir muy por debajo de sus medios. Trabajo, mérito, acumulación, todas estas virtudes de una era que culmina en el concepto de propiedad son sensibles aún en los objetos que les dan testimonio y cuyas generaciones perdidas pueblan como fantasmas los interiores pequeñoburgueses.
Hoy en día ha nacido una nueva moral: precesión del consumo sobre la acumulación, huida hacia adelante, inversión forzada, consumo acelerado, inflación crónica (se vuelve absurdo economizar): de esto resulta todo el sistema en el que primero se compra para redimir la deuda después mediante el trabajo.
De tal manera, con el crédito, se vuelve a una situación propiamente feudal, a la de una fracción de trabajo debida de antemano al señor, al trabajo servil.
Sin embargo,a diferencia del sistema feudal, el nuestro juega sobre una complicidad. El consumidor moderno integra y asume espontáneamente este constreñimiento sin fin: comprar para que la sociedad siga produciendo, para que pueda continuar trabajando el hombre a fin de poder pagar lo que ha comprado. Es lo que expresan perfectamente
los lemas norteamericanos (Packard, p. 26):
“¡Comprar es seguir trabajando!”
“¡Comprar es tener asegurado el porvenir!”
“¡Una compra hoy es un desocupado menos. Tal vez USTED!”
“¡Compra hoy la prosperidad y la tendrás mañana!”
Ilusionismo notable: esta sociedad que nos concede el crédito, al precio de una libertad formal, es la que recibe nuestro crédito al enajenarle nuestro porvenir.
No cabe duda que el orden de la producción vive primero de la explotación de la fuerza de trabajo, pero hoy se refuerza con este consenso circular, con esta colusión, que hace que la sucesión misma sea vivida como libertad, y, por tanto, se autonomice como sistema durable.
En cada hombre, el consumidor es cómplice del orden de producción, y no guarda relación con el productor (que simultáneamente es él mismo) que es su víctima. Esta disociación productor–consumidor es el resorte mismo de la integración: todo está configurado de manera que no cobre nunca la forma viva y crítica de una contradicción.
EL MILAGRO DE LA COMPRA
La virtud del crédito (como la de la publicidad) es, en efecto, el desdoblamiento de la compra y de sus determinaciones objetivas.
Comprar a crédito equivale a la apropiación total de un objeto por una fracción de su valor real. Una inversión mínima por una ganancia maravillosa. Los plazos se esfuman en el futuro, el objeto se adquiere, por así decirlo, al precio de un gesto simbólico.
Esta acción es a imagen y semejanza de la del mitómano: como precio de una historia imaginaria, el mitómano obtiene del interlocutor una consideración desproporcionada. Su inversión real es mínima, la ganancia es extraordinaria: dando como fianza un signo, por así decirlo, se apodera de los prestigios de la realidad. También él vive a crédito, teniendo como garantía la conciencia de los demás.
Ahora bien, esta inversión de la praxis normal de transformación de lo real que va del trabajo al producto del trabajo y que funda la temporalidad tradicional de la lógica del conocimiento, lo mismo que de la praxis cotidiana, esta anticipación del beneficio de las cosas, es el proceso mismo de la magia. Y lo que el comprador consume y asume en el crédito, al mismo tiempo que el objeto anticipado, es el mito de la funcionalidad mágica de una sociedad capaz de ofrecerle tales posibilidades de realización inmediata.
Sobra decir que no tardará en enfrentarse a la realidad socioeconómica, tal y como el mitómano, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse al papel que se ha imaginado. Desenmascarado, el mitómano se declara en quiebra o bien sale de apuros contando otra historia. El comprador a crédito también se dará de narices contra los plazos y es por demás posible que trate de encontrar confortación psicológica en la compra
de otro objeto a crédito.
La huida hacia delante es la regla en este orden de comportamiento y el rasgo más admirable en los dos casos es que no haya nunca consecuencia: ni en el mitómano, entre la historia que cuenta y el fracaso que experimenta (no saca ninguna lección de la realidad), ni en el comprador a crédito, entre su gratificación mágica de la compra y los plazos que tuvo que pagar en seguida. El sistema de crédito eleva aquí al colmo la irresponsabilidad del hombre ante sí mismo: el que compra aliena al que paga, que es el mismo hombre, pero el sistema, por su desnivel en el tiempo, hace que no tome conciencia de ello.
AMBIGÜEDAD DEL OBJETO DOMÉSTICO
En pocas palabras, el crédito, so capa de favorecer una civilización de usuarios modernos, por fin liberados de los constreñimientos de la propiedad, instaura por lo contrario todo un sistema de integración en el que se revuelven la sociomitología y la presión económica brutal.
El crédito no es solamente una moral, sino que también es una política. La técnica del crédito se conjuga con la táctica de la personalización para otorgar a los objetos una función sociopolítica que anteriormente nunca hubieron de desempeñar.
Ya no vivimos en los tiempos de los siervos, ni tampoco vivimos en los tiempos de los usureros: estos constreñimientos han sido abstraídos y amplificados en la dimensión del crédito. Dimensión social, dimensión del tiempo, dimensión de las cosas. A través de ella y de la estrategia que la impone, los objetos desempeñan su papel de aceleradores, de multiplicadores de las tareas, de las satisfacciones, de los gastos: se convierten en un volante de arrastre, su inercia misma se convierte en una fuerza centrífuga que impone a la vida cotidiana su ritmo de huida hacia adelante, de suspenso y de desequilibrio.
Al mismo tiempo, los objetos, sobre los que se había replegado siempre el universo doméstico para escapar a lo social, encadenan hoy, por lo contrario, el universo doméstico a los circuitos y a los constreñimientos del universo social.
A través del crédito (gratificación y libertad formal, pero también sanción social, sujeción y fatalidad en el corazón mismo de las cosas) lo doméstico es investido directamente: encuentra una especie de dimensión social, pero para mal.
Es en el límite absurdo del crédito, en el caso, por ejemplo, en que el vencimiento de los pagos a plazos inmoviliza el automóvil por falta de gasolina, es decir, en el punto límite en que el proyecto humano, filtrado y fragmentado por el constreñimiento económico, se devora a sí mismo, es allí donde aparece una verdad fundamental del orden actual, que es la de que los objetos no tienen como destino, de ninguna manera, el ser poseídos y usados, sino solamente el ser producidos y comprados.
O dicho de otra manera, no se estructuran en función de las necesidades, ni de una organización más racional del mundo, sino que se sistematizan en función exclusiva de un orden de producción y de integración ideológica.
En efecto, ya no hay, exactamente, objetos privados: a través de su uso multiplicado, es el orden social de producción el que viene a acosar, con su propia complicidad, al mundo íntimo del consumidor y su conciencia.
Con esta investidura, en profundidad, desaparece también la posibilidad de negar eficazmente este orden y rebasarlo.
Baudrillard, Jean: El sistema de los objetos (177-185). Siglo XXI, México, 1969
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1 comentarios:
En su conocido ensayo sobre el acto de compra ("Las formas ocultas de la propaganda") Vance Packard afirma que el individuo al adquirir un objeto, adquiere además "seguridad emocional", dicha seguridad se desvanace cuando el objeto adquirido pasa a formar parte de lo cotidiano y, como se resalta en este articulo, cuando las cuotas de tal adquisición están por vencer, condicionando una vez más al comprador contra su voluntad. Gus.G.
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