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por Roberto Harari *
En uno de sus últimos libros, el psicoanalista Roberto Harari –fallecido el 30 de junio pasado– partió del comentario de un texto clave de Jacques Lacan para examinar y presentar los fundamentos del psicoanálisis.
El mito de la genitalidad es, para muchos psicoanalistas del período abarcativo de las décadas de 1940 a 1970 –de manera aproximada, es claro–, la manera de alcanzar la plenitud normal y noneurótica. A mi entender, dicha concepción es el resultado de una lectura superficial de Freud; en función de la misma, toda evolución libidinal –se asevera– debería culminar en la genitalidad. Entonces, ¿qué implicaría ésta? Aparentemente, el dar lugar a una personalidad completa. No estoy inventando el término, por cuanto puede ser localizado en un texto llamado precisamente Psicoanálisis del hombre normal, de Gustave Richard, quien procura trazar el desarrollo de acuerdo con el diseño de un ser humano maravilloso, porque es genital. Una personalidad genital ama, produce, tiene buenas relaciones amistosas, participa en la ciudad, se siente realizado en su trabajo, disfruta de la vida familiar, etcétera. Ese mito, por lo tanto, presenta la manera de “llegar” a la genitalidad si hacemos un buen recorrido evolutivo libidinal. Genitalidad, como en muchas ocasiones es comprendida, es poder tener buenas relaciones heterosexuales –esto es prejuiciosamente de rigor–, y, si es posible, monogámicas también. Todo ello participa de los items integrativos del mito de la genitalidad. Mas cabe considerar, al respecto, un hecho crucial, un dato singularizador de nuestra clínica lacaniana en su cotejo con otras clínicas: la presencia analizable del fantasma. Por ejemplo, muchos de los sujetos llamados genitales, al cursar su reanálisis muestran que el fantasma no fue considerado en el, o en los, análisis anterior/es. Efectivamente, el sujeto era genital, conductualmente genital, pero para acceder a la presunta conducta genital le era imprescindible activar fantasmáticamente alguna escena apartada, en apariencia, de la situación. Al modo de imaginarse golpeando a la compañera, o pegándole, o insultándola, o tomándola como prostituta, o inversamente, imaginan ser golpeados y/o insultados y/o humillados por ella, entre tantas otras posibilidades o alternativas mostradas con insistencia por la clínica.
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Lacan, en su seminario, afirma: “Los psicoanalistas somos erotólogos, y no sexólogos”. Porque el psicoanálisis no da lugar a una cura al modo de una terapia sexual. No se trata de la manera de hacer el amor mejor o peor, a través de la aplicación de recetas determinadas y conducidas por algún presunto experto.
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Sólo contamos con una manera de identificarnos con el tipo ideal del sexo de cada quien: esa regulación es función de una privación. Es sumamente extraño. Y peor aún: de la privación de algo que no tenemos.
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La manera metafórica de hablar de castración, en psicoanálisis, no connota, claro está, una ablación quirúrgica, por cuyo intermedio algún órgano resulta caído, cortado; ¡no es eso! Se sabe: el término lexical se refiere directamente al corte de los testículos, ¡pero tampoco es eso! ¿Qué es, pues? Un complejo inconsciente. Como complejo, implica una cuestión conformada en red, una manera compleja de trabajar en sí misma, tal como el nombre lo dice.
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Síntoma es una palabra tomada directamente de la medicina por parte de nuestra disciplina. En psicoanálisis, su uso es muy distinto; se trata de una cuestión tan sólo homonímica. “Nuestro” síntoma connota lo analizable, o lo ofrecido-demandado para ello según los dichos del analizante.
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Si el complejo de castración regula el desarrollo, dicho desarrollo no es concebible de acuerdo con el sentido evolutivo del término. Muchas veces, en los textos de Freud leídos literalmente, pareciese tematizarse una idea del desarrollo concebida con un orden cronológico, con una secuencia previsible, anticipable. En el texto de Lacan, en cambio, apunta a la racionalidad. El complejo en cuestión no denota un hito cuya emergencia aparecerá más temprano o más tarde en la constitución subjetiva, por cuanto no da cuenta de un hecho cronológico, sino de una manera particular de organizar el desarrollo.
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La psicología del desarrollo o evolutiva, relacionada con la observación de las etapas de la vida, construye sus datos a partir de la visión, de lo perceptivo. Para precisarlo mejor: a partir de una visión empirista, generalizadora y pretendidamente “objetiva”. Pero no existe, propiamente hablando, una psicología evolutiva psicoanalítica, por cuanto trabajamos con la estructura, y no con lo fenoménico. Mentamos otra concepción del tiempo, por cuanto el tiempo propio de la psicología evolutiva es el tiempo cronológico, el de la sucesión, el del antes, el ahora y el después, una sucesión, en fin, distante de los tiempos postulados y puestos en acto por el psicoanálisis, los cuales dan testimonio de los desajustes, de las asincronías, de los destiempos, de los contratiempos.
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La instalación, en el sujeto, de una posición inconsciente es una adquisición y, siendo así, no “viene con el sujeto”. O sea: no es producto de una evolución, no está en él in nuce ni va a surgir naturalmente debido al mero transcurrir del tiempo, tal como lo sostendría una concepción evolutiva. Es constitutiva, pero pese a ello dicha posición inconsciente debe instalarse. De otro modo todavía: es constitutiva, mas debe constituirse a su vez. Ahora bien, al connotar una posición inconsciente, hacemos a un lado la observación de conductas. ¿Cómo detectamos su ocurrencia? Podemos inferirla a partir de la consecuencia definitoria producida: “posición inconsciente sin la cual él [sujeto] no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo” (Lacan, “La significación del falo”).
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El tipo ideal convoca, como dice el nombre, idealización, es decir, un prototipo de la manera de ser hombre, o de ser mujer. Sin embargo, no hay manera de asumir esa posición inconsciente si no es por medio de una desviación llamada “la máscara”. Una vez más, se plantea el gran problema: no hay esencia de hombre ni la hay de mujer. Eso no quiere decir que nos inscribamos en el culturalismo, o en los estudios de género, o en el multiculturalismo. ¿Por qué? Porque las construcciones sexuales son seculares, pero, a pesar de ello, hay prototipos ideales. Un sujeto pretende ser, por ejemplo, efectivamente un hombre muy hombre, y una mujer, muy mujer. Ahí está la factura de lo ideal. Lo procesado por la castración radica en la procura de una máscara supletoria de la ausencia de “encarnadura” fija e indiscutida del tipo ideal. La máscara no es el tipo ideal, y en ese sentido, para usar un término posterior de Lacan, ella implica una “suplencia” situada en el lugar del imposible tipo ideal.
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Lacan introducirá, de su propio vocabulario, el término “demanda”. Y podríamos decir que el término “deseo” pertenece, en un sentido amplio, a la cosecha de Lacan, tal como sucede con el término “demanda”. No ocurre así con “necesidad”, por cuanto éste es el vocablo histórico –y con poca polisemia– utilizado para teorizar y reflexionar acerca de las necesidades biológicas y de la manera de satisfacerlas. En la vertiente instrumentada por Lacan, “responder a las necesidades del partenaire en la relación sexual” (“La significación del falo”), no se trata de necesidades, especialmente si consideramos sus inherentes rasgos de ciclicidad y de recurrencia, tal como lo ponen en evidencia el hambre, la sed, la necesidad de aire, la necesidad de excretar, y similares. Son perentorias, retornan constantemente y, si se me permite la redundancia, puede decirse que son necesidades necesarias en cuanto hace a su puesta en acto, dada su condición de perentorias.
Pero por ejemplo, respecto del sexo, existen muchas abstinencias sexuales vividas con llamativo desinterés. Y ello, claro está, sucede así más allá de los desenlaces sintomáticos presentes en tales casos y cuyo origen se ignora, síntomas que tienen a dicha abstinencia como muy frecuente motivo sobredeterminante. Más aún, ¿cómo decir, cómo saber, cuáles son las necesidades del partenaire? ¿Cómo definirlas? ¿Estaría en la misma línea de lo implicado por comer, o por respirar? Evidentemente, no. Ahí está el corte, la divisoria: es otra cosa. Podemos, eventualmente, procurar responder a los deseos y a las demandas del partenaire erótico, pero no a las necesidades. ¿O acaso en el erotismo hacemos las veces de médicos o de enfermeros abnegados para con el otro? Por eso, en mi opinión, el uso del término “necesidad” resulta conflictivo y obstaculizador.
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La regulación del desarrollo sostenida por el complejo de castración no se refiere solamente al partenaire sexual, sino también “a acoger con justeza las [necesidades] del niño que es procreado en ella [la relación sexual]” (“La significación del falo”). En suma: no es posible responder a, y por, un niño, desde la paternidad y desde la maternidad, sin articularse al complejo de castración como nudo. Por ende, esa postulación se encuentra muy lejos de afirmar que la mujer posee alguna clase de instinto maternal localizado en su propia esencia, o, incluso, como parte definitoria de esa presunta esencia. De no ocurrir la desviación generada por el complejo de castración, no habrán de suscitarse las condiciones para la instalación de la maternidad. Porque ésta no conforma un destino biológico, natural y deseable para toda mujer, no es inherente a la mujer, a pesar de encontrarse inscripta en su cuerpo, como hipotética predestinación, la posibilidad reproductiva. Podemos, es claro, suscribir la conocida teoría neurótica según la cual el destino obligado y “normal” de la mujer es llegar a ser madre, a cuyos fines debe lograr asumir su cuerpo. Para Lacan ello no hace al cuerpo biológico –tesis esta última donde reconocemos sistemáticas postulaciones kleinianas– sino a la manera de instalarse un posicionamiento inconsciente respecto del tipo ideal de su sexo. O sea: cómo el nudo, en suma, va a dar lugar a la paternidad y a la maternidad.
- - -
Es cuestión de reformular el Edipo como mito, y no como complejo, reservando esta categoría para la castración. Ahora bien, ¿qué quiere decir mito? No es, como se dice ingenuamente, un casi sinónimo de mentira, como cuando se afirma de modo despectivo: “¡Ah, eso es un mito!”. A diferencia de ello, el mito hace a una estructuración, a una historia, especialmente en su calidad –prevalente, jerárquica– de mito de los orígenes, el que procura, retroactivamente, dar cuenta de éstos apelando a una fabulación de características fantásticas, inusuales, cuando no inverosímiles (mas no por eso generadoras de incredulidad, ni mucho menos). En fin, mito alude también al modo según el cual un niño toma posición ante lo hecho para él por quienes desempeñan la función de padres. De allí provienen las historias escuchadas de continuo en los análisis, al modo de: “Mi papá no me dio lo suficiente”; “mi mamá está demasiado encima mío”; “soy un fracasado como todos los no amamantados”; “no me es posible... ¡con los padres que tuve!”, entre tantísimas otras. Ahora bien, tales mitos defienden al sujeto de la castración. El vacío, concebido como agujero de la castración, queda rellenado por el mito de Edipo. Al respecto, las claridades edípicas, tan evidentes en una serie de analizantes, no dejan de concitar nuestra atención. Bien, como psicoanalistas, podemos –debemos– hacernos la pertinente pregunta: si eso está tan claro, ¿qué queda por ello oscurecido, velado? Hablando con tanta propiedad, con tantos datos, ¿de qué están hablando, en puridad, los analizantes?
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Tal como Lacan presenta la cuestión relacional vigente entre Edipo y castración, resultan invertidos los términos freudianos. Para Freud, salimos del Edipo por la castración –ejemplarmente, en el caso del varón–, por la amenaza de castración. Para Lacan, el Edipo es una construcción mítica por cuyo intermedio logramos defendernos de la castración, evitándola. Respecto de tales historias edípicas, una importante tarea del analista radica en procurar deshacerlas, para lo cual debe no otorgar más sentidos. No es cuestión de engordar el mito adicionando aún nuevos sentidos, por cuanto cabe buscar la desarticulación de todas esas historias llenas de congruencia y atornilladoras de creencias con fuerte raigambre. De ese modo, mediante el desmonte de tales historiolas, puede llegar a instalarse, en la posición subjetiva, lo que Lacan llama –especialmente en el seminario Las formaciones de lo inconsciente– “el dolor de existir”. En muchas ocasiones, debido a las fábulas, a los mitos edípicos, logramos aliviar, de modo transitorio, el dolor de existir. Sin embargo, éste es irremediable, lo tenemos que vivir. Pero no resulta ingenuamente deficitario o deprimente, no comporta una suerte de resignación estoicamente enaltecedora, porque ese dolor estimula a realizar lo realizable mediante la asunción de los límites castrantes, sin llegar a disfrazar como imposible lo perteneciente al orden de la impotencia, y sin disfrazar como impotencia lo efectivamente imposible. Por eso, en ese orden, la felicidad no es sino otra gran construcción. No se procura obtener la felicidad en el análisis, si no, como dice muy bien Freud, lo lograble a través del mismo es “pasar de la miseria neurótica a la infelicidad común”. Esa no es una frase cualquiera, “de la miseria neurótica a la infelicidad común”. Sin duda, porque el neurótico estima ser nocomún, en el sentido de constituir alguien especial, tal como lo pone de manifiesto su tradicional queja: “¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?”. Esa queja remite directamente a la cuestión edípica, ante la cual el sujeto se victimiza. La infelicidad común quiere decir lo siguiente: lo sucedido con mi vida no es tan malo, no es tanto peor que lo vivido por muchos otros. Muchos tienen una vida peor, muchos tienen una vida mejor, eso es indiscutible, pero la reclamación narcísico-neurótica sostenida en la creencia de que ocurrió con él el más desgraciado de los destinos posibles, lo cual debería haber sido muy distinto, configura una circunstancia a ser disuelta en el análisis. Por eso la postulación de la diferencia entre el Edipo, como mito, y la castración, como complejo nodular, nodal. La castración no tiene ni construye historias: las historias son propias de las defensas contra la castración.
* El psicoanalista Roberto Harari, fallecido el 30 de junio, fue fundador y ex presidente de Mayéutica-Institución Psicoanalítica, donde conducía un seminario desde 1981. Era doctor en psicología y había presidido la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA) entre 1969 y 1971. Fue autor de numerosos libros y colaboró en varias oportunidades con esta sección. El texto que hoy lo recuerda está constituido por fragmentos de su libro La significación del falo de Lacan. Claves introductorias (ed. Lumen).
Diario Página12, 9/7/2009.-
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por Roberto Harari *
En uno de sus últimos libros, el psicoanalista Roberto Harari –fallecido el 30 de junio pasado– partió del comentario de un texto clave de Jacques Lacan para examinar y presentar los fundamentos del psicoanálisis.
El mito de la genitalidad es, para muchos psicoanalistas del período abarcativo de las décadas de 1940 a 1970 –de manera aproximada, es claro–, la manera de alcanzar la plenitud normal y noneurótica. A mi entender, dicha concepción es el resultado de una lectura superficial de Freud; en función de la misma, toda evolución libidinal –se asevera– debería culminar en la genitalidad. Entonces, ¿qué implicaría ésta? Aparentemente, el dar lugar a una personalidad completa. No estoy inventando el término, por cuanto puede ser localizado en un texto llamado precisamente Psicoanálisis del hombre normal, de Gustave Richard, quien procura trazar el desarrollo de acuerdo con el diseño de un ser humano maravilloso, porque es genital. Una personalidad genital ama, produce, tiene buenas relaciones amistosas, participa en la ciudad, se siente realizado en su trabajo, disfruta de la vida familiar, etcétera. Ese mito, por lo tanto, presenta la manera de “llegar” a la genitalidad si hacemos un buen recorrido evolutivo libidinal. Genitalidad, como en muchas ocasiones es comprendida, es poder tener buenas relaciones heterosexuales –esto es prejuiciosamente de rigor–, y, si es posible, monogámicas también. Todo ello participa de los items integrativos del mito de la genitalidad. Mas cabe considerar, al respecto, un hecho crucial, un dato singularizador de nuestra clínica lacaniana en su cotejo con otras clínicas: la presencia analizable del fantasma. Por ejemplo, muchos de los sujetos llamados genitales, al cursar su reanálisis muestran que el fantasma no fue considerado en el, o en los, análisis anterior/es. Efectivamente, el sujeto era genital, conductualmente genital, pero para acceder a la presunta conducta genital le era imprescindible activar fantasmáticamente alguna escena apartada, en apariencia, de la situación. Al modo de imaginarse golpeando a la compañera, o pegándole, o insultándola, o tomándola como prostituta, o inversamente, imaginan ser golpeados y/o insultados y/o humillados por ella, entre tantas otras posibilidades o alternativas mostradas con insistencia por la clínica.
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Lacan, en su seminario, afirma: “Los psicoanalistas somos erotólogos, y no sexólogos”. Porque el psicoanálisis no da lugar a una cura al modo de una terapia sexual. No se trata de la manera de hacer el amor mejor o peor, a través de la aplicación de recetas determinadas y conducidas por algún presunto experto.
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Sólo contamos con una manera de identificarnos con el tipo ideal del sexo de cada quien: esa regulación es función de una privación. Es sumamente extraño. Y peor aún: de la privación de algo que no tenemos.
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La manera metafórica de hablar de castración, en psicoanálisis, no connota, claro está, una ablación quirúrgica, por cuyo intermedio algún órgano resulta caído, cortado; ¡no es eso! Se sabe: el término lexical se refiere directamente al corte de los testículos, ¡pero tampoco es eso! ¿Qué es, pues? Un complejo inconsciente. Como complejo, implica una cuestión conformada en red, una manera compleja de trabajar en sí misma, tal como el nombre lo dice.
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Síntoma es una palabra tomada directamente de la medicina por parte de nuestra disciplina. En psicoanálisis, su uso es muy distinto; se trata de una cuestión tan sólo homonímica. “Nuestro” síntoma connota lo analizable, o lo ofrecido-demandado para ello según los dichos del analizante.
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Si el complejo de castración regula el desarrollo, dicho desarrollo no es concebible de acuerdo con el sentido evolutivo del término. Muchas veces, en los textos de Freud leídos literalmente, pareciese tematizarse una idea del desarrollo concebida con un orden cronológico, con una secuencia previsible, anticipable. En el texto de Lacan, en cambio, apunta a la racionalidad. El complejo en cuestión no denota un hito cuya emergencia aparecerá más temprano o más tarde en la constitución subjetiva, por cuanto no da cuenta de un hecho cronológico, sino de una manera particular de organizar el desarrollo.
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La psicología del desarrollo o evolutiva, relacionada con la observación de las etapas de la vida, construye sus datos a partir de la visión, de lo perceptivo. Para precisarlo mejor: a partir de una visión empirista, generalizadora y pretendidamente “objetiva”. Pero no existe, propiamente hablando, una psicología evolutiva psicoanalítica, por cuanto trabajamos con la estructura, y no con lo fenoménico. Mentamos otra concepción del tiempo, por cuanto el tiempo propio de la psicología evolutiva es el tiempo cronológico, el de la sucesión, el del antes, el ahora y el después, una sucesión, en fin, distante de los tiempos postulados y puestos en acto por el psicoanálisis, los cuales dan testimonio de los desajustes, de las asincronías, de los destiempos, de los contratiempos.
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La instalación, en el sujeto, de una posición inconsciente es una adquisición y, siendo así, no “viene con el sujeto”. O sea: no es producto de una evolución, no está en él in nuce ni va a surgir naturalmente debido al mero transcurrir del tiempo, tal como lo sostendría una concepción evolutiva. Es constitutiva, pero pese a ello dicha posición inconsciente debe instalarse. De otro modo todavía: es constitutiva, mas debe constituirse a su vez. Ahora bien, al connotar una posición inconsciente, hacemos a un lado la observación de conductas. ¿Cómo detectamos su ocurrencia? Podemos inferirla a partir de la consecuencia definitoria producida: “posición inconsciente sin la cual él [sujeto] no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo” (Lacan, “La significación del falo”).
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El tipo ideal convoca, como dice el nombre, idealización, es decir, un prototipo de la manera de ser hombre, o de ser mujer. Sin embargo, no hay manera de asumir esa posición inconsciente si no es por medio de una desviación llamada “la máscara”. Una vez más, se plantea el gran problema: no hay esencia de hombre ni la hay de mujer. Eso no quiere decir que nos inscribamos en el culturalismo, o en los estudios de género, o en el multiculturalismo. ¿Por qué? Porque las construcciones sexuales son seculares, pero, a pesar de ello, hay prototipos ideales. Un sujeto pretende ser, por ejemplo, efectivamente un hombre muy hombre, y una mujer, muy mujer. Ahí está la factura de lo ideal. Lo procesado por la castración radica en la procura de una máscara supletoria de la ausencia de “encarnadura” fija e indiscutida del tipo ideal. La máscara no es el tipo ideal, y en ese sentido, para usar un término posterior de Lacan, ella implica una “suplencia” situada en el lugar del imposible tipo ideal.
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Lacan introducirá, de su propio vocabulario, el término “demanda”. Y podríamos decir que el término “deseo” pertenece, en un sentido amplio, a la cosecha de Lacan, tal como sucede con el término “demanda”. No ocurre así con “necesidad”, por cuanto éste es el vocablo histórico –y con poca polisemia– utilizado para teorizar y reflexionar acerca de las necesidades biológicas y de la manera de satisfacerlas. En la vertiente instrumentada por Lacan, “responder a las necesidades del partenaire en la relación sexual” (“La significación del falo”), no se trata de necesidades, especialmente si consideramos sus inherentes rasgos de ciclicidad y de recurrencia, tal como lo ponen en evidencia el hambre, la sed, la necesidad de aire, la necesidad de excretar, y similares. Son perentorias, retornan constantemente y, si se me permite la redundancia, puede decirse que son necesidades necesarias en cuanto hace a su puesta en acto, dada su condición de perentorias.
Pero por ejemplo, respecto del sexo, existen muchas abstinencias sexuales vividas con llamativo desinterés. Y ello, claro está, sucede así más allá de los desenlaces sintomáticos presentes en tales casos y cuyo origen se ignora, síntomas que tienen a dicha abstinencia como muy frecuente motivo sobredeterminante. Más aún, ¿cómo decir, cómo saber, cuáles son las necesidades del partenaire? ¿Cómo definirlas? ¿Estaría en la misma línea de lo implicado por comer, o por respirar? Evidentemente, no. Ahí está el corte, la divisoria: es otra cosa. Podemos, eventualmente, procurar responder a los deseos y a las demandas del partenaire erótico, pero no a las necesidades. ¿O acaso en el erotismo hacemos las veces de médicos o de enfermeros abnegados para con el otro? Por eso, en mi opinión, el uso del término “necesidad” resulta conflictivo y obstaculizador.
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La regulación del desarrollo sostenida por el complejo de castración no se refiere solamente al partenaire sexual, sino también “a acoger con justeza las [necesidades] del niño que es procreado en ella [la relación sexual]” (“La significación del falo”). En suma: no es posible responder a, y por, un niño, desde la paternidad y desde la maternidad, sin articularse al complejo de castración como nudo. Por ende, esa postulación se encuentra muy lejos de afirmar que la mujer posee alguna clase de instinto maternal localizado en su propia esencia, o, incluso, como parte definitoria de esa presunta esencia. De no ocurrir la desviación generada por el complejo de castración, no habrán de suscitarse las condiciones para la instalación de la maternidad. Porque ésta no conforma un destino biológico, natural y deseable para toda mujer, no es inherente a la mujer, a pesar de encontrarse inscripta en su cuerpo, como hipotética predestinación, la posibilidad reproductiva. Podemos, es claro, suscribir la conocida teoría neurótica según la cual el destino obligado y “normal” de la mujer es llegar a ser madre, a cuyos fines debe lograr asumir su cuerpo. Para Lacan ello no hace al cuerpo biológico –tesis esta última donde reconocemos sistemáticas postulaciones kleinianas– sino a la manera de instalarse un posicionamiento inconsciente respecto del tipo ideal de su sexo. O sea: cómo el nudo, en suma, va a dar lugar a la paternidad y a la maternidad.
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Es cuestión de reformular el Edipo como mito, y no como complejo, reservando esta categoría para la castración. Ahora bien, ¿qué quiere decir mito? No es, como se dice ingenuamente, un casi sinónimo de mentira, como cuando se afirma de modo despectivo: “¡Ah, eso es un mito!”. A diferencia de ello, el mito hace a una estructuración, a una historia, especialmente en su calidad –prevalente, jerárquica– de mito de los orígenes, el que procura, retroactivamente, dar cuenta de éstos apelando a una fabulación de características fantásticas, inusuales, cuando no inverosímiles (mas no por eso generadoras de incredulidad, ni mucho menos). En fin, mito alude también al modo según el cual un niño toma posición ante lo hecho para él por quienes desempeñan la función de padres. De allí provienen las historias escuchadas de continuo en los análisis, al modo de: “Mi papá no me dio lo suficiente”; “mi mamá está demasiado encima mío”; “soy un fracasado como todos los no amamantados”; “no me es posible... ¡con los padres que tuve!”, entre tantísimas otras. Ahora bien, tales mitos defienden al sujeto de la castración. El vacío, concebido como agujero de la castración, queda rellenado por el mito de Edipo. Al respecto, las claridades edípicas, tan evidentes en una serie de analizantes, no dejan de concitar nuestra atención. Bien, como psicoanalistas, podemos –debemos– hacernos la pertinente pregunta: si eso está tan claro, ¿qué queda por ello oscurecido, velado? Hablando con tanta propiedad, con tantos datos, ¿de qué están hablando, en puridad, los analizantes?
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Tal como Lacan presenta la cuestión relacional vigente entre Edipo y castración, resultan invertidos los términos freudianos. Para Freud, salimos del Edipo por la castración –ejemplarmente, en el caso del varón–, por la amenaza de castración. Para Lacan, el Edipo es una construcción mítica por cuyo intermedio logramos defendernos de la castración, evitándola. Respecto de tales historias edípicas, una importante tarea del analista radica en procurar deshacerlas, para lo cual debe no otorgar más sentidos. No es cuestión de engordar el mito adicionando aún nuevos sentidos, por cuanto cabe buscar la desarticulación de todas esas historias llenas de congruencia y atornilladoras de creencias con fuerte raigambre. De ese modo, mediante el desmonte de tales historiolas, puede llegar a instalarse, en la posición subjetiva, lo que Lacan llama –especialmente en el seminario Las formaciones de lo inconsciente– “el dolor de existir”. En muchas ocasiones, debido a las fábulas, a los mitos edípicos, logramos aliviar, de modo transitorio, el dolor de existir. Sin embargo, éste es irremediable, lo tenemos que vivir. Pero no resulta ingenuamente deficitario o deprimente, no comporta una suerte de resignación estoicamente enaltecedora, porque ese dolor estimula a realizar lo realizable mediante la asunción de los límites castrantes, sin llegar a disfrazar como imposible lo perteneciente al orden de la impotencia, y sin disfrazar como impotencia lo efectivamente imposible. Por eso, en ese orden, la felicidad no es sino otra gran construcción. No se procura obtener la felicidad en el análisis, si no, como dice muy bien Freud, lo lograble a través del mismo es “pasar de la miseria neurótica a la infelicidad común”. Esa no es una frase cualquiera, “de la miseria neurótica a la infelicidad común”. Sin duda, porque el neurótico estima ser nocomún, en el sentido de constituir alguien especial, tal como lo pone de manifiesto su tradicional queja: “¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?”. Esa queja remite directamente a la cuestión edípica, ante la cual el sujeto se victimiza. La infelicidad común quiere decir lo siguiente: lo sucedido con mi vida no es tan malo, no es tanto peor que lo vivido por muchos otros. Muchos tienen una vida peor, muchos tienen una vida mejor, eso es indiscutible, pero la reclamación narcísico-neurótica sostenida en la creencia de que ocurrió con él el más desgraciado de los destinos posibles, lo cual debería haber sido muy distinto, configura una circunstancia a ser disuelta en el análisis. Por eso la postulación de la diferencia entre el Edipo, como mito, y la castración, como complejo nodular, nodal. La castración no tiene ni construye historias: las historias son propias de las defensas contra la castración.
* El psicoanalista Roberto Harari, fallecido el 30 de junio, fue fundador y ex presidente de Mayéutica-Institución Psicoanalítica, donde conducía un seminario desde 1981. Era doctor en psicología y había presidido la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA) entre 1969 y 1971. Fue autor de numerosos libros y colaboró en varias oportunidades con esta sección. El texto que hoy lo recuerda está constituido por fragmentos de su libro La significación del falo de Lacan. Claves introductorias (ed. Lumen).
Diario Página12, 9/7/2009.-
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