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por Susana Cella
Doctora en Letras. Facultad de Filosofía y Letras. UBA
La alegoría según las definiciones retóricas sería aquella ficción, esa llamada “metáfora extendida” que presenta un objeto al espíritu de modo que despierte el pensamiento de otro objeto. Es ésta, en el Cristianismo, una forma privilegiada de relación entre el sistema de hechos y el sistema de signos, pero además, y confluyendo con la moderna concepción benjamineana, en el Cristianismo, el tiempo es esencial, porque el desarrollo del mundo no es visto como despliegue sino como drama. El proceso dramático presenta cambios de fortuna y situaciones diferentes y variables, en ellas el tiempo es decisivo. En el mismo sentido, Mijail Bajtin, en “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, al plantear la categoría de cronotopos y estudiar la variabilidad histórica de la representación del espacio-tiempo en la novela, encuentra los casos de irreversibilidad temporal, aquellos en que la dimensión témporo-espacial no es mero escenario sino constitutiva de la situación1.
La alegoría opera mediante la analogía persiguiendo alguna forma de conocimiento, la transmisión de un mensaje en clave. La complejidad de aquello que trasmite, podría decirse, contradiciendo la idea de simplificación o de “claridad” del texto alegórico, es, sin embargo tal, que parece ser imposible aludir a ello en forma directa. Por otra parte, en lo que la alegoría comparte con la metáfora, la mera traducción de la alegoría haría que ésta se concibiera sólo como forma ornamental o recurso didáctico. Si pensamos que, al igual que la metáfora2, forma una unidad que no equivale a la descomposición en los elementos que la componen; la alegoría es intraductible a los, por lo menos, dos niveles en que se mueve. Es entonces evidente que se trata de verla traspasando un sistema de equivalencias fijo para considerar en cambio, un valor significante que surge de las interrelaciones de ambos. Es decir, si pensáramos en el viaje de Adán Buenosayres3 por la ciudad y sus escritos según la fijeza del camino del hombre, de todo hombre a su salvación, los “mundos” menores, espacios, personajes, etc. perderían su cualidad ideológica e histórica convirtiéndose en meros oponentes o ayudantes del héroe. Los contenidos históricos, políticos y filosóficos de la novela, perderían en riqueza significante, si se abstractizara el recorrido, lo cual sin embargo, no implica una disgregación que desmintiera una unidad que en el texto aparece en varias modalidades, entre ellas en el simbólico número de los siete capítulos, sino que más bien habla de las formas de integración, y ellas mismas aluden a una tendencia unitaria que no se confunde con la simplicidad, sino que más bien, por el contrario, apela visiblemente a la pluralidad de voces, como novela polifónica, de imágenes, metáforas, reflexiones, de tonos: grave, humorístico, y de estilos (en el sentido de mezcla de elevado y bajo). Esto último también nos remite a esa mezcla gradual que enriquece el realismo en la literatura occidental estudiado por Eric Auerbach en Mimesis4.
El protagonista aparece definido por la falta de algo, pero no determinado fatalmente por ella, sino motivado a la búsqueda. Busca en el caos, cuya definición y presencia se nombran en la novela5, establecer un orden y tienta las formas de hacerlo, además de enunciar posibles hipótesis. En el decir y el hacer se confronta con una variada cantidad de personajes “otros” -en distintos grados de otredad, pensemos por ejemplo en el otro semejante que figura Samuel Tesler, en el otro enemigo (inglés), en los otros co-protagonistas del viaje inserto en el viaje mayor (efigies de los martinfierristas)- y se confronta con hechos tratando de llegar a encontrar su destino, no predeterminado sino elegido a través de su transcurrir y discurrir por esa diversa multiplicidad.
Dos nuevas preocupaciones asaltaron su mente no bien hubo reiniciado la marcha. Recaía la primera en su flamante condición de viajero, ya que, abandonando ahora su inmovilidad, se lanzaba otra vez a la incertidumbre y locura de los movimientos humanos, y arrancándose a la contemplación de aquel centro unitivo que se llamaba Solveig Amundsen, volvía nuevamente al río azaroso de la multiplicidad. Cierto era que la calle Monte Egmont no daba señales de inquietud alguna en el sector que Adán Buenosayres recorría ya con un deslumbramiento de resucitado. Pero bien sabía él que, apenas cruzara la de Warnes, entraría en un universo de criaturas agitadas: en aquel otro sector de la calle se habían citado al parecer todas las gentes de la tierra, mezclaban sus idiomas en un acorde bárbaro, se combatían entre sí con el gesto y los puños, instalaban al sol el tablado elemental de sus tragedias y sainetes, y todo lo convertían en sonido, nostalgias, alegrías, odios, amores (L. II, p. 78).
Las relaciones se van estableciendo con distintos grados de incidencia en tanto el resto de los personajes intervienen en la consecusión del fin: Solveig Amundsen y Samuel Tesler, por ejemplo, en funciones y grados variables, pero también los demás, formando entonces una especie de estructura jerárquica por la participación de esas fuerzas “textuales” (personajes como instancias textuales, personajes como instancias secuenciales y productos de la representación en la narrativa) operando en la conformación del sistema general, que, por esta misma variedad, no está dado de antemano. ¿Podemos imaginar finales diferentes para la novela? Obviamente sí, lo mismo que para los personajes. En este sentido la composición alegórica permite a su creador -el que escribe los cinco primeros capítulos, el que compila los dos últimos- al igual que al “creador” de éstos, un máximo de expansión al mismo tiempo que le impone restricciones según la conformación del sistema a que aludimos: el prólogo es, dice Marechal, “indispensable”6. Expansión/restricción entonces de cuyas opuestas direcciones y sentidos, puede surgir la tensión narrativa, pensadas como fuerzas actuando en el plano textual. Al campo de lo medible como esquema, se suma lo que se vincula con lo emotivo, que impregna todo el andamiaje con la fuerza que se hace manifiesta en las exclamaciones, por ejemplo, en los violentos contrastes entre declaraciones más o menos teóricas y respuestas atropelladas o cortantes (las discusiones durante la excursión a Saavedra), o bien se conjugan en el ansia unitiva en “El cuaderno de tapas azules”.
El personaje central en proceso funciona como la piedra angular de la jerarquía que se construye, cuando va identificándose con la imagen anhelada mientras como impulsión detenta el nombre que le confiere el rango que ocupa y que mienta una totalidad: Adán Buenosayres, que a su vez puede pensarse como una sinécdoque: Buenos Aires, símbolo de la Argentina. Sustento de la analogía a gran escala que asume, su recorrido va quebrando la totalización en elementos constitutivos, amplificándolos, atendiendo al detalle significativo, pero no como descomposición, sino como mayor plenitud de la unidad que el personaje sostiene por su carácter emblemático7. El conjunto de imágenes y acciones llega a ser un diagrama que en la ciudad de Cacodelphia encuentra su figuración. Lo mismo que cuando, en una suerte de interpretación de lo figural (en el sentido auerbachiano del término, como un acontecimiento que prefigura otro, encontramos en la narración “el juego de la memoria”:
[…] cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas?... (L. V., p. 371).
Para fragmentarse en esos Adanes que prefiguran al presente y descomponer el tiempo en hitos marcados por edades y ámbitos: nuevamente, un espacio-tiempo presente e inherente a la constitución del protagonista.
O bien la figuralidad aparece referida a lo nacional: “Juan sin Ropa, vencedor en el combate lírico, sólo era una prefiguración del Neocriollo que habitaría la pampa en un futuro lejano” (L. III, p. 221).
Si el símbolo (en un sentido que podría adscribirse a un orden “general”, el de representar una cosa por otra y aun, quizá, en el sentido por oposición a la alegoría que Benjamin le adjudica) muestra una correspondencia instantánea, ideal, entre el mundo visible y el invisible, la alegoría (que Borges acerca al mundo de los sueños con todo lo que su sola mención implica para nosotros en cuanto a las analogías que se han hecho entre procedimientos oníricos y artísticos) está manifestando en su constitución lo cambiante. Para Benjamin “la relación entre el símbolo y la alegoría se puede definir y formular persuasivamente a la luz de la decisiva categoría del tiempo”8
Pero tu mundo escuchaba en frío aquel mensaje de grandeza; y, en su frialdad no leías, ciertamente, una falta de vocación por lo grande, sino el indicio de que todavía no era llegada la hora. Después había caído sobre tí la noche verdadera (L. V. p.388).
Mientras el símbolo apunta a lo fijo, eterno e inmóvil9, la alegoría supone un movimiento dialéctico que se mueve entre el ser figurativo y su significación, según Benjamin, señalando el abismo que los separa. El símbolo apunta a la naturaleza transfigurada mientras que la alegoría toma la historia como “pasaje primordial petrificado”, cuya imagen tal vez sinecdóquica, sería la calavera. La armonía valorada y buscada en el espacio de lo simbólico queda soslayada en la alegoría en virtud, podríamos decir, de la tensión y el conflicto que exhibe cuando, visto alegóricamente: “lo profano aumenta de rango y se devalúa al mismo tiempo”, tensión que podríamos constatar continuamente en el Adán Buenosayres, pero más, dice Benjamin que esta dialéctica del contenido tiene su correlato formal en la “dialéctica de la convención y la expresión”, vistas ambas como antagónicas, las reglas compositivas y la subjetividad interviniente; del mismo modo que la alegoría presenta otras antinomias: secreto (conservar el secreto de la palabra religiosa)/ público; técnica/ expresión de alegoriesis (proliferación alegórica). La alegoría exhibe el carácter inacabado de la physis, es la mostración incesante de la naturaleza caída y de las cosas gastadas por el tiempo. La cosa es la clave de un saber y se la venera como emblema de ese saber. En la alegoría la imagen y el signo son constitutivos, éste en cuanto señal de lo que hay que saber y la primera devenida signo en sí misma, queda fijada en la escritura.
En ella se realiza el gradual despliegue de las secuencias al mismo tiempo que se percibe el diseño general que estructura la obra, y asimismo la imagen del mundo que la sostiene. El cosmos que la alegoría propone no es necesariamente un cosmos armónico, sobre todo si pensamos en las alegorías modernas, o bien también puede suceder que el protagonista no llegue a una situación de reposo. En Adán Buenosayres la armonía puede pensarse como utopía, y ésta como horizonte de significación, dadora de sentido, mientras que el reposo del protagonista, aparece en una inversión temporal, al comienzo de la novela que efectúa entonces un doble movimiento: de retroacción en los cinco primeros tratados y de proyección en los dos últimos: el legado del viaje. Si el tiempo aparentemente es lineal, encontramos sin embargo, en lo que llamamos la multiplicidad, una red de temporalidades y espacialidades cruzadas, remitiendo a veces a una unidad mayor: la de la historia de los hombres, en aquellos conflictos que hacen a su modo de ser, a su producción imaginaria, y a su capacidad analógica.
La alegoría, pensada en el campo del lenguaje figurativo manifiesta la cualidad visual, la imagen10 sería aquello que muestra esta conjunción:
Entonces le parece que toda la calle se levanta contra él y grita con cada una de sus puertas, ventanas y claraboyas: “¡Adán Buenosayres! ¡Es Adán Buenosayres!”. Y Adán huye ahora, cruza la calle Gurruchaga, perseguido de cerca por la Euménide que aúlla detrás palabras ininteligibles. Ruth, la declamadora, cacarea desde su cigarrería: “¡Melpómene, la Musa de la tragedia viene!” Y Polifemo, desde su rincón, tiende una mano hacia el Cristo de las alturas y recita, como un diablo irónico: “¡Dioooos se lo pagaraaaá!” [las bastardillas son mías].
La alegoría puede trabajar con el criterio de verosimilitud, pero también se orienta a otros registros que nos hacen pensar en la relación establecida por Borges en “El arte narrativo y la magia”11, formas de causalidad no ceñidas al pensamiento estrictamente racional, efectos insospechados, conexiones indirectas, y en este sentido, es que la pluralidad puede conformarse en la unidad textual. O bien, puede explicarnos el esquema temporal de la novela, casi dos días en los que caben el pasado, presente y futuro no sólo del protagonista, sino también, en formas conjeturales o asertivas, el del país. El ensamble tiene menos que ver con la observación rígida de causas y efectos unívocos que con formas rítmicas que pautan la novela escriturariamente: tempos podríamos decir, sostenidos, stacattos, crescendos, en los que se cifra un estilo, el de Marechal en el sentido en que es aquello que vincula el cuerpo a la escritura, en el sentido de la marca individual, única, de autor.
El sistema novelístico altamente cargado de paralilesmos simbólicos, presumiblemente imaginados en el kosmos contiene completos universos en pequeños detalles, que Fletcher12 denomina ornamentos (este término usado por Fletcher no es algo aleatorio, no es la ornamentación en el sentido de lo recargado, lo que sobra, sino que se trata de, tal vez, metáforas menores, personajes secundarios, acciones colaterales, etc., todo lo cual constituye, en su particularidad, parte de una totalidad en la que sólo es posible por la salida a lo otro (ver las teorizaciones de Adán en el libro IV) captar la infinitud desde la finitud: por inmersión en la infinitud del Otro del orden simbólico, imposibilidad de hacerlo desde la finitud a la infinitud: lo finito no puede captar lo infinito; en tal sentido, el ansia de totalidad revelada en lo alegórico tendería a ese vuelco al Otro que permitiría una plenitud, abarcada en la obra por lo que se relaciona con: lo amoroso, lo político y lo artístico siendo esto último también susceptible de limitaciones según un orden de libertades y restricciones: nunca la restricción absoluta, y reafirmación de la libertad con carácter operativo, no como una finalidad en sí misma. El santo sería la expresión acabada de este volcarse a lo Otro. La alegoría, trabajo del poeta, es el intento de hacerse cargo de la imperfección aspirando a la perfección, no condición de atemporalidad ni de pasividad: historicidad y movimiento, materialidad, sujeción al espacio-tiempo habitado por la criatura que son a su vez su posibilidad de trascendencia en el encuentro de la imagen: por lo visual plástico en la figuración: esquema y secuencia enlazados.
Los planos narrativo/poético/imaginario muestran la convergencia/divergencia que somete a la razón, la imaginación y la realidad a un sistema de autoprobaciones que, en la novela, alcanzan momentos culminantes, en particular dos momentos susceptibles de contraponerse, cifra de ascenso y descenso, que se figuran en la imagen sublime del Cristo de la Mano Rota y el parecer de Adán ante la presencia del Paleogogo, justamente, al final de la novela, como una letanía de comparaciones: Más feo que un susto a medianoche... etcétera.
NOTAS
1 Mijail Bajtín. Esthétique et théorie du roman. París, Gallimard, 1978.
2 Tenemos en cuenta el extenso ensayo de Paul Ricoeur. La métaphore vive. París, Seuil, 1975.
3 Cfr. Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres. 4ta. ed. Buenos Aires, Sudamericana, 1979 (1° edición 1948). En adelante se citará por esta edición.
4 Erich Auerbach. Mímesis: la realidad en la literatura. México, F.C.E., 1950.
5 El caos y la creación referido a la función del poeta, a la búsqueda de la expresión.
6 La referencia al autor atiende a la cuestión de la elaboración alegórica, según la trata Edwin Honig en Dark Conceit. The Making of allegory. Hanover and London, University Press of New England, 1959.
7 La definición retórica de emblema como dibujo simbólico con una leyenda tiene aquí también importancia en la relación entre lo visual y escriturario que planteamos.
8 En “El origen del drama barroco alemán”, Benjamin se vuelve sobre las concepciones romántico- simbolistas para vindicar la alegoría. Me interesa reponer algunas concepciones con las que Benjamin discute. Tomados de Fragmentos para una teoría romántica del arte. Madrid, Tecnos, 1987.
En “Poeticismos”, fragmento 48, dice Novalis: “De la declaración de la poesía trascendental cabe esperar el tropismo que comprehenda las leyes de la construcción simbólica del mundo trascendental”. Y luego, en el 226- (fragmento del fragmento): “el organismo del artista ha obtenido la semilla de la vida autocreadora, él ha elevado para el espíritu la capacidad de excitación de ésta, y se encuentra por ello en la situación propicia para despedir hacia afuera ideas por medio de ella a su albedrío -sin solicitación exterior. Por el contrario utilizarla como utensilio para las modificaciones aleatorias del mundo real, dirigirse a ella en los no artistas sólo con que aparezca una solicitación exterior, y el espíritu parecer someterse a la coacción, o encontrarse como la materia inerte, bajo las leyes fundamentales de la mecánica, de que toda mutación presupone una causa exterior, y que efecto y contraefecto han de ser iguales en todos los momentos.(sujeto homologado a objeto). Consuela saber que tal comportamiento mecánico es anatural para el espíritu y que, como toda anaturaleza espiritual, es temporal”.
La unidad del símbolo, su remisión a la idea, y no al concepto aparece muy precisada en los fragmentos de Johann Wolfgang von Goethe en “Máximas sobre arte y artistas”, dice en el fragmento 749: “El simbolismo transforma la manifestación en obra, la idea en imagen, y lo hace de modo que la idea siempre permanezca infinitamente activa e inasequible; e, incluso, pronunciada en todas las lenguas, seguiría siendo impronunciable”. Y a continuación, en el 750: “La alegoría transforma la manifestación en un concepto, el concepto en una imagen, pero de modo que el concepto haya de mantenerse y obtenerse en imagen limitado y completo, y haya de articularse en esta misma” [esta idea de inmanencia aparece como algo desvalorizado].En el 752: “Éste es el simbolismo verdadero, aquel donde lo particular representa lo general, no como sueño y penumbra, sino como evidenciación viva, instantánea, de lo insondable”.
Benjamin cita a Creuzer cuando concibe al símbolo como “momentáneo, total, insondable, necesario” y breve, agrega. Si para Benjamin aparece como valor la materia en lo alegórico, la conformación de la alegoría en la actividad combinatoria del alegorista que al tiempo que manifiesta los materiales hace ostentación de su propio arte, dejando “ver igual que la labor de albañilería en la pared de un edificio cuyo revestimiento se ha desprendido”, Karl Wilhelm Ferdinand Solger, en “Comportamiento de la materia artística en el símbolo”, de 1919, declara: “En el símbolo contamos con un objeto en el que la actividad se ha saciado y agotado; la materia, a la vez que permite reconocer la actividad, procura el sentimiento de apaciguamiento y perfección de ésta. Se hace necesario que el pensamiento oponga a este símbolo la actividad como actividad pura y sin materia. De ahí que en el arte simbólico exista siempre el pensamiento de un ámbito en el que es pura actividad y en absoluto materia”. Y continúa Solger: “Si en el símbolo no tuviéramos que constituir la relación con la idea como pura actividad, no seguiría entonces siendo símbolo. En la alegoría la relación es a la inversa. La manifestación real no se halla aquí diferenciada del puro operar de la idea. Antes bien, se reconoce aquí la realidad como producto de relaciones, cuya actividad se observa al mismo tiempo; y de este modo, la actividad misma est teñida de materia en todos sus puntos”.
En la totalidad instantánea del símbolo la idea es la que se encarna y se hace sensible, F. Schlegel, en el fragmento 121 del Ateneo, la define, como la síntesis absoluta de absolutas antítesis, y al ideal como la simultaneidad entre idea y hecho, en tanto que la alegoría supone una estructura secuencial y narrativa en la cual Paul de Man ve la posibilidad genérica del lenguaje de decir otra cosa hablando de sí mismo mientras Creuzer, citado por Benjamin considera que esto la acerca al mito. Sin embargo Hegel, en “La forma simbólica del arte”, acerca el mito al símbolo, en primer término opone la interpretación externa del mismo (como relato) para privilegiar la interpretación simbólica del mismo, considerado como una forma de pensamiento poético de los antiguos que no separaban las concepciones abstractas generales de las imágenes concretas. Nuevamente entonces, la idea de unidad indisoluble e indiscernible se impone, como para Schelling “la representación de lo absoluto con indiferencia absoluta entre lo particular y lo general” sólo es posible simbólicamente. Podría decirse que la relación que postula Schelling en el símbolo es una relación de identidad entre lo real y lo ideal, mientras que en la alegoría podríamos hablar de una relación de semejanza o analogía, en especial esta última diferenciada de la anterior en el sentido de semejanza de relaciones, lo que incorpora por lo menos cuatro términos y que, puede vincularse con las construcciones metafóricas llamadas a veces de segundo grado, del barroco.
Benjamin destaca la adscripción al Clasicismo de la concepción romántica de lo simbólico, sin embargo, no es de menor importancia señalar la ruptura del primero con el segundo, así como tener en cuenta la relación a su vez existente entre el Clasicismo y el Barroco. Siguiendo con los autores con que polemiza Benjamin, me parece encontrar un punto de inflexión en esta trama. Yeats, en su artículo “William Blake y sus ilustraciones a la Divina Comedia”, vuelve a la dicha oposición entre alegoría y símbolo: “El símbolo es la única posible expresión de una esencia invisible, una lámpara transparente alrededor de una llama espiritual mientras que la alegoría es una de las muchas posibles representaciones de una cosa tipificada, o de un principio familiar y pertenece a la fantasía y no a la imaginación, una es revelación, la otra un entretenimiento”. Citando al mismo Blake en su lectura de la Commedia, Yeats contrapone la filosofía de Dante y de Blake: una mundana, “de soldados, de hombres de negocios, de curas todos ocupados con el gobierno, todos, a causa de la absorción de la vida activa, convencidos de que tenían que juzgar y castigar, la otra, proveniente de Cristo envuelto en la esencia divina, y de los artistas y poetas, que saben por la naturaleza de su oficio, simpatizar con todas las cosas vivientes, y quienes, cuanto más pura y fragante es su lámpara, sobrepasan las limitaciones, hasta llegar a olvidar el bien y el mal en la absorción de una visión de lo feliz y lo desgraciado. Esta filosofía es divina y establecida para la paz de la imaginación y la voluntad sin caída”.
9 La diferenciación establecida por los románticos entre alegoría y símbolo se refiere a que la primera nos relaciona con conceptos y la segunda con la idea. En una rápida consideración de estos dos términos podemos pensar que la valoración de la idea de tradición kantiana y hegeliana por sobre el concepto se referiría a la cualidad de conexión con el fundamento y la totalidad posibles por parte de la Idea (relacionada con el símbolo) mientras que el concepto, pensado sobre todo en su versión aristotélica o kantiana nos remitiría a un paradigma o a un recorte de la realidad. Así, el concepto en la filosofía griega es un universal que define o determina la naturaleza de una entidad (esencia), en sentido platónico es un univerrsal real. En Platón el concepto es el órgano de conocimiento de la realidad, porque no corta la realidad arbitrariamente, sino siguiendo sus aritculaciones naturales o reales. Para Aristóteles la mente forja los conceptos. En Kant es el marco dentro del cual encaja la experiencia posible (paradigma), concepto equiparado a significado. Hegel lo entendió como mediador o tercero entre el ser y el devenir, entre lo inmediato y la reflexión, Hegel habla de un proceso del concepto que pasa del concepto subjetivo al concepto objetivo y de éste a la Idea. “Dios y la naturaleza de su voluntad son una y la misma cosa, y ésta es lo que filosóficamente llamamos la Idea”. La idea es lo que se ve de una cosa cuando se contempla Para Schelling: las ideas desempeñan el papel de intermediarios entre lo Absoluto y las cosas sensibles.
10 La imagen la pensamos más bien que como un tipo de símil o comparación entre términos que la acerca a la metáfora, o como imagen acústica: representación de la palabra en la mente, en la línea deudora de los postulados de Lezama Lima: como el núcleo duro resultante de una serie de traslados metafóricos capaz de la mayor condensación significante.
11 Jorge Luis Borges. “El arte narrativo y la magia”. En: Obras Completas 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974.
12 Agnus Fletcher. Allegory. The Theory of Symbolic Mode. New York, Cornell University Press, 1964.
por Susana Cella
Doctora en Letras. Facultad de Filosofía y Letras. UBA
La alegoría según las definiciones retóricas sería aquella ficción, esa llamada “metáfora extendida” que presenta un objeto al espíritu de modo que despierte el pensamiento de otro objeto. Es ésta, en el Cristianismo, una forma privilegiada de relación entre el sistema de hechos y el sistema de signos, pero además, y confluyendo con la moderna concepción benjamineana, en el Cristianismo, el tiempo es esencial, porque el desarrollo del mundo no es visto como despliegue sino como drama. El proceso dramático presenta cambios de fortuna y situaciones diferentes y variables, en ellas el tiempo es decisivo. En el mismo sentido, Mijail Bajtin, en “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, al plantear la categoría de cronotopos y estudiar la variabilidad histórica de la representación del espacio-tiempo en la novela, encuentra los casos de irreversibilidad temporal, aquellos en que la dimensión témporo-espacial no es mero escenario sino constitutiva de la situación1.
La alegoría opera mediante la analogía persiguiendo alguna forma de conocimiento, la transmisión de un mensaje en clave. La complejidad de aquello que trasmite, podría decirse, contradiciendo la idea de simplificación o de “claridad” del texto alegórico, es, sin embargo tal, que parece ser imposible aludir a ello en forma directa. Por otra parte, en lo que la alegoría comparte con la metáfora, la mera traducción de la alegoría haría que ésta se concibiera sólo como forma ornamental o recurso didáctico. Si pensamos que, al igual que la metáfora2, forma una unidad que no equivale a la descomposición en los elementos que la componen; la alegoría es intraductible a los, por lo menos, dos niveles en que se mueve. Es entonces evidente que se trata de verla traspasando un sistema de equivalencias fijo para considerar en cambio, un valor significante que surge de las interrelaciones de ambos. Es decir, si pensáramos en el viaje de Adán Buenosayres3 por la ciudad y sus escritos según la fijeza del camino del hombre, de todo hombre a su salvación, los “mundos” menores, espacios, personajes, etc. perderían su cualidad ideológica e histórica convirtiéndose en meros oponentes o ayudantes del héroe. Los contenidos históricos, políticos y filosóficos de la novela, perderían en riqueza significante, si se abstractizara el recorrido, lo cual sin embargo, no implica una disgregación que desmintiera una unidad que en el texto aparece en varias modalidades, entre ellas en el simbólico número de los siete capítulos, sino que más bien habla de las formas de integración, y ellas mismas aluden a una tendencia unitaria que no se confunde con la simplicidad, sino que más bien, por el contrario, apela visiblemente a la pluralidad de voces, como novela polifónica, de imágenes, metáforas, reflexiones, de tonos: grave, humorístico, y de estilos (en el sentido de mezcla de elevado y bajo). Esto último también nos remite a esa mezcla gradual que enriquece el realismo en la literatura occidental estudiado por Eric Auerbach en Mimesis4.
El protagonista aparece definido por la falta de algo, pero no determinado fatalmente por ella, sino motivado a la búsqueda. Busca en el caos, cuya definición y presencia se nombran en la novela5, establecer un orden y tienta las formas de hacerlo, además de enunciar posibles hipótesis. En el decir y el hacer se confronta con una variada cantidad de personajes “otros” -en distintos grados de otredad, pensemos por ejemplo en el otro semejante que figura Samuel Tesler, en el otro enemigo (inglés), en los otros co-protagonistas del viaje inserto en el viaje mayor (efigies de los martinfierristas)- y se confronta con hechos tratando de llegar a encontrar su destino, no predeterminado sino elegido a través de su transcurrir y discurrir por esa diversa multiplicidad.
Dos nuevas preocupaciones asaltaron su mente no bien hubo reiniciado la marcha. Recaía la primera en su flamante condición de viajero, ya que, abandonando ahora su inmovilidad, se lanzaba otra vez a la incertidumbre y locura de los movimientos humanos, y arrancándose a la contemplación de aquel centro unitivo que se llamaba Solveig Amundsen, volvía nuevamente al río azaroso de la multiplicidad. Cierto era que la calle Monte Egmont no daba señales de inquietud alguna en el sector que Adán Buenosayres recorría ya con un deslumbramiento de resucitado. Pero bien sabía él que, apenas cruzara la de Warnes, entraría en un universo de criaturas agitadas: en aquel otro sector de la calle se habían citado al parecer todas las gentes de la tierra, mezclaban sus idiomas en un acorde bárbaro, se combatían entre sí con el gesto y los puños, instalaban al sol el tablado elemental de sus tragedias y sainetes, y todo lo convertían en sonido, nostalgias, alegrías, odios, amores (L. II, p. 78).
Las relaciones se van estableciendo con distintos grados de incidencia en tanto el resto de los personajes intervienen en la consecusión del fin: Solveig Amundsen y Samuel Tesler, por ejemplo, en funciones y grados variables, pero también los demás, formando entonces una especie de estructura jerárquica por la participación de esas fuerzas “textuales” (personajes como instancias textuales, personajes como instancias secuenciales y productos de la representación en la narrativa) operando en la conformación del sistema general, que, por esta misma variedad, no está dado de antemano. ¿Podemos imaginar finales diferentes para la novela? Obviamente sí, lo mismo que para los personajes. En este sentido la composición alegórica permite a su creador -el que escribe los cinco primeros capítulos, el que compila los dos últimos- al igual que al “creador” de éstos, un máximo de expansión al mismo tiempo que le impone restricciones según la conformación del sistema a que aludimos: el prólogo es, dice Marechal, “indispensable”6. Expansión/restricción entonces de cuyas opuestas direcciones y sentidos, puede surgir la tensión narrativa, pensadas como fuerzas actuando en el plano textual. Al campo de lo medible como esquema, se suma lo que se vincula con lo emotivo, que impregna todo el andamiaje con la fuerza que se hace manifiesta en las exclamaciones, por ejemplo, en los violentos contrastes entre declaraciones más o menos teóricas y respuestas atropelladas o cortantes (las discusiones durante la excursión a Saavedra), o bien se conjugan en el ansia unitiva en “El cuaderno de tapas azules”.
El personaje central en proceso funciona como la piedra angular de la jerarquía que se construye, cuando va identificándose con la imagen anhelada mientras como impulsión detenta el nombre que le confiere el rango que ocupa y que mienta una totalidad: Adán Buenosayres, que a su vez puede pensarse como una sinécdoque: Buenos Aires, símbolo de la Argentina. Sustento de la analogía a gran escala que asume, su recorrido va quebrando la totalización en elementos constitutivos, amplificándolos, atendiendo al detalle significativo, pero no como descomposición, sino como mayor plenitud de la unidad que el personaje sostiene por su carácter emblemático7. El conjunto de imágenes y acciones llega a ser un diagrama que en la ciudad de Cacodelphia encuentra su figuración. Lo mismo que cuando, en una suerte de interpretación de lo figural (en el sentido auerbachiano del término, como un acontecimiento que prefigura otro, encontramos en la narración “el juego de la memoria”:
[…] cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas?... (L. V., p. 371).
Para fragmentarse en esos Adanes que prefiguran al presente y descomponer el tiempo en hitos marcados por edades y ámbitos: nuevamente, un espacio-tiempo presente e inherente a la constitución del protagonista.
O bien la figuralidad aparece referida a lo nacional: “Juan sin Ropa, vencedor en el combate lírico, sólo era una prefiguración del Neocriollo que habitaría la pampa en un futuro lejano” (L. III, p. 221).
Si el símbolo (en un sentido que podría adscribirse a un orden “general”, el de representar una cosa por otra y aun, quizá, en el sentido por oposición a la alegoría que Benjamin le adjudica) muestra una correspondencia instantánea, ideal, entre el mundo visible y el invisible, la alegoría (que Borges acerca al mundo de los sueños con todo lo que su sola mención implica para nosotros en cuanto a las analogías que se han hecho entre procedimientos oníricos y artísticos) está manifestando en su constitución lo cambiante. Para Benjamin “la relación entre el símbolo y la alegoría se puede definir y formular persuasivamente a la luz de la decisiva categoría del tiempo”8
Pero tu mundo escuchaba en frío aquel mensaje de grandeza; y, en su frialdad no leías, ciertamente, una falta de vocación por lo grande, sino el indicio de que todavía no era llegada la hora. Después había caído sobre tí la noche verdadera (L. V. p.388).
Mientras el símbolo apunta a lo fijo, eterno e inmóvil9, la alegoría supone un movimiento dialéctico que se mueve entre el ser figurativo y su significación, según Benjamin, señalando el abismo que los separa. El símbolo apunta a la naturaleza transfigurada mientras que la alegoría toma la historia como “pasaje primordial petrificado”, cuya imagen tal vez sinecdóquica, sería la calavera. La armonía valorada y buscada en el espacio de lo simbólico queda soslayada en la alegoría en virtud, podríamos decir, de la tensión y el conflicto que exhibe cuando, visto alegóricamente: “lo profano aumenta de rango y se devalúa al mismo tiempo”, tensión que podríamos constatar continuamente en el Adán Buenosayres, pero más, dice Benjamin que esta dialéctica del contenido tiene su correlato formal en la “dialéctica de la convención y la expresión”, vistas ambas como antagónicas, las reglas compositivas y la subjetividad interviniente; del mismo modo que la alegoría presenta otras antinomias: secreto (conservar el secreto de la palabra religiosa)/ público; técnica/ expresión de alegoriesis (proliferación alegórica). La alegoría exhibe el carácter inacabado de la physis, es la mostración incesante de la naturaleza caída y de las cosas gastadas por el tiempo. La cosa es la clave de un saber y se la venera como emblema de ese saber. En la alegoría la imagen y el signo son constitutivos, éste en cuanto señal de lo que hay que saber y la primera devenida signo en sí misma, queda fijada en la escritura.
En ella se realiza el gradual despliegue de las secuencias al mismo tiempo que se percibe el diseño general que estructura la obra, y asimismo la imagen del mundo que la sostiene. El cosmos que la alegoría propone no es necesariamente un cosmos armónico, sobre todo si pensamos en las alegorías modernas, o bien también puede suceder que el protagonista no llegue a una situación de reposo. En Adán Buenosayres la armonía puede pensarse como utopía, y ésta como horizonte de significación, dadora de sentido, mientras que el reposo del protagonista, aparece en una inversión temporal, al comienzo de la novela que efectúa entonces un doble movimiento: de retroacción en los cinco primeros tratados y de proyección en los dos últimos: el legado del viaje. Si el tiempo aparentemente es lineal, encontramos sin embargo, en lo que llamamos la multiplicidad, una red de temporalidades y espacialidades cruzadas, remitiendo a veces a una unidad mayor: la de la historia de los hombres, en aquellos conflictos que hacen a su modo de ser, a su producción imaginaria, y a su capacidad analógica.
La alegoría, pensada en el campo del lenguaje figurativo manifiesta la cualidad visual, la imagen10 sería aquello que muestra esta conjunción:
Entonces le parece que toda la calle se levanta contra él y grita con cada una de sus puertas, ventanas y claraboyas: “¡Adán Buenosayres! ¡Es Adán Buenosayres!”. Y Adán huye ahora, cruza la calle Gurruchaga, perseguido de cerca por la Euménide que aúlla detrás palabras ininteligibles. Ruth, la declamadora, cacarea desde su cigarrería: “¡Melpómene, la Musa de la tragedia viene!” Y Polifemo, desde su rincón, tiende una mano hacia el Cristo de las alturas y recita, como un diablo irónico: “¡Dioooos se lo pagaraaaá!” [las bastardillas son mías].
La alegoría puede trabajar con el criterio de verosimilitud, pero también se orienta a otros registros que nos hacen pensar en la relación establecida por Borges en “El arte narrativo y la magia”11, formas de causalidad no ceñidas al pensamiento estrictamente racional, efectos insospechados, conexiones indirectas, y en este sentido, es que la pluralidad puede conformarse en la unidad textual. O bien, puede explicarnos el esquema temporal de la novela, casi dos días en los que caben el pasado, presente y futuro no sólo del protagonista, sino también, en formas conjeturales o asertivas, el del país. El ensamble tiene menos que ver con la observación rígida de causas y efectos unívocos que con formas rítmicas que pautan la novela escriturariamente: tempos podríamos decir, sostenidos, stacattos, crescendos, en los que se cifra un estilo, el de Marechal en el sentido en que es aquello que vincula el cuerpo a la escritura, en el sentido de la marca individual, única, de autor.
El sistema novelístico altamente cargado de paralilesmos simbólicos, presumiblemente imaginados en el kosmos contiene completos universos en pequeños detalles, que Fletcher12 denomina ornamentos (este término usado por Fletcher no es algo aleatorio, no es la ornamentación en el sentido de lo recargado, lo que sobra, sino que se trata de, tal vez, metáforas menores, personajes secundarios, acciones colaterales, etc., todo lo cual constituye, en su particularidad, parte de una totalidad en la que sólo es posible por la salida a lo otro (ver las teorizaciones de Adán en el libro IV) captar la infinitud desde la finitud: por inmersión en la infinitud del Otro del orden simbólico, imposibilidad de hacerlo desde la finitud a la infinitud: lo finito no puede captar lo infinito; en tal sentido, el ansia de totalidad revelada en lo alegórico tendería a ese vuelco al Otro que permitiría una plenitud, abarcada en la obra por lo que se relaciona con: lo amoroso, lo político y lo artístico siendo esto último también susceptible de limitaciones según un orden de libertades y restricciones: nunca la restricción absoluta, y reafirmación de la libertad con carácter operativo, no como una finalidad en sí misma. El santo sería la expresión acabada de este volcarse a lo Otro. La alegoría, trabajo del poeta, es el intento de hacerse cargo de la imperfección aspirando a la perfección, no condición de atemporalidad ni de pasividad: historicidad y movimiento, materialidad, sujeción al espacio-tiempo habitado por la criatura que son a su vez su posibilidad de trascendencia en el encuentro de la imagen: por lo visual plástico en la figuración: esquema y secuencia enlazados.
Los planos narrativo/poético/imaginario muestran la convergencia/divergencia que somete a la razón, la imaginación y la realidad a un sistema de autoprobaciones que, en la novela, alcanzan momentos culminantes, en particular dos momentos susceptibles de contraponerse, cifra de ascenso y descenso, que se figuran en la imagen sublime del Cristo de la Mano Rota y el parecer de Adán ante la presencia del Paleogogo, justamente, al final de la novela, como una letanía de comparaciones: Más feo que un susto a medianoche... etcétera.
NOTAS
1 Mijail Bajtín. Esthétique et théorie du roman. París, Gallimard, 1978.
2 Tenemos en cuenta el extenso ensayo de Paul Ricoeur. La métaphore vive. París, Seuil, 1975.
3 Cfr. Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres. 4ta. ed. Buenos Aires, Sudamericana, 1979 (1° edición 1948). En adelante se citará por esta edición.
4 Erich Auerbach. Mímesis: la realidad en la literatura. México, F.C.E., 1950.
5 El caos y la creación referido a la función del poeta, a la búsqueda de la expresión.
6 La referencia al autor atiende a la cuestión de la elaboración alegórica, según la trata Edwin Honig en Dark Conceit. The Making of allegory. Hanover and London, University Press of New England, 1959.
7 La definición retórica de emblema como dibujo simbólico con una leyenda tiene aquí también importancia en la relación entre lo visual y escriturario que planteamos.
8 En “El origen del drama barroco alemán”, Benjamin se vuelve sobre las concepciones romántico- simbolistas para vindicar la alegoría. Me interesa reponer algunas concepciones con las que Benjamin discute. Tomados de Fragmentos para una teoría romántica del arte. Madrid, Tecnos, 1987.
En “Poeticismos”, fragmento 48, dice Novalis: “De la declaración de la poesía trascendental cabe esperar el tropismo que comprehenda las leyes de la construcción simbólica del mundo trascendental”. Y luego, en el 226- (fragmento del fragmento): “el organismo del artista ha obtenido la semilla de la vida autocreadora, él ha elevado para el espíritu la capacidad de excitación de ésta, y se encuentra por ello en la situación propicia para despedir hacia afuera ideas por medio de ella a su albedrío -sin solicitación exterior. Por el contrario utilizarla como utensilio para las modificaciones aleatorias del mundo real, dirigirse a ella en los no artistas sólo con que aparezca una solicitación exterior, y el espíritu parecer someterse a la coacción, o encontrarse como la materia inerte, bajo las leyes fundamentales de la mecánica, de que toda mutación presupone una causa exterior, y que efecto y contraefecto han de ser iguales en todos los momentos.(sujeto homologado a objeto). Consuela saber que tal comportamiento mecánico es anatural para el espíritu y que, como toda anaturaleza espiritual, es temporal”.
La unidad del símbolo, su remisión a la idea, y no al concepto aparece muy precisada en los fragmentos de Johann Wolfgang von Goethe en “Máximas sobre arte y artistas”, dice en el fragmento 749: “El simbolismo transforma la manifestación en obra, la idea en imagen, y lo hace de modo que la idea siempre permanezca infinitamente activa e inasequible; e, incluso, pronunciada en todas las lenguas, seguiría siendo impronunciable”. Y a continuación, en el 750: “La alegoría transforma la manifestación en un concepto, el concepto en una imagen, pero de modo que el concepto haya de mantenerse y obtenerse en imagen limitado y completo, y haya de articularse en esta misma” [esta idea de inmanencia aparece como algo desvalorizado].En el 752: “Éste es el simbolismo verdadero, aquel donde lo particular representa lo general, no como sueño y penumbra, sino como evidenciación viva, instantánea, de lo insondable”.
Benjamin cita a Creuzer cuando concibe al símbolo como “momentáneo, total, insondable, necesario” y breve, agrega. Si para Benjamin aparece como valor la materia en lo alegórico, la conformación de la alegoría en la actividad combinatoria del alegorista que al tiempo que manifiesta los materiales hace ostentación de su propio arte, dejando “ver igual que la labor de albañilería en la pared de un edificio cuyo revestimiento se ha desprendido”, Karl Wilhelm Ferdinand Solger, en “Comportamiento de la materia artística en el símbolo”, de 1919, declara: “En el símbolo contamos con un objeto en el que la actividad se ha saciado y agotado; la materia, a la vez que permite reconocer la actividad, procura el sentimiento de apaciguamiento y perfección de ésta. Se hace necesario que el pensamiento oponga a este símbolo la actividad como actividad pura y sin materia. De ahí que en el arte simbólico exista siempre el pensamiento de un ámbito en el que es pura actividad y en absoluto materia”. Y continúa Solger: “Si en el símbolo no tuviéramos que constituir la relación con la idea como pura actividad, no seguiría entonces siendo símbolo. En la alegoría la relación es a la inversa. La manifestación real no se halla aquí diferenciada del puro operar de la idea. Antes bien, se reconoce aquí la realidad como producto de relaciones, cuya actividad se observa al mismo tiempo; y de este modo, la actividad misma est teñida de materia en todos sus puntos”.
En la totalidad instantánea del símbolo la idea es la que se encarna y se hace sensible, F. Schlegel, en el fragmento 121 del Ateneo, la define, como la síntesis absoluta de absolutas antítesis, y al ideal como la simultaneidad entre idea y hecho, en tanto que la alegoría supone una estructura secuencial y narrativa en la cual Paul de Man ve la posibilidad genérica del lenguaje de decir otra cosa hablando de sí mismo mientras Creuzer, citado por Benjamin considera que esto la acerca al mito. Sin embargo Hegel, en “La forma simbólica del arte”, acerca el mito al símbolo, en primer término opone la interpretación externa del mismo (como relato) para privilegiar la interpretación simbólica del mismo, considerado como una forma de pensamiento poético de los antiguos que no separaban las concepciones abstractas generales de las imágenes concretas. Nuevamente entonces, la idea de unidad indisoluble e indiscernible se impone, como para Schelling “la representación de lo absoluto con indiferencia absoluta entre lo particular y lo general” sólo es posible simbólicamente. Podría decirse que la relación que postula Schelling en el símbolo es una relación de identidad entre lo real y lo ideal, mientras que en la alegoría podríamos hablar de una relación de semejanza o analogía, en especial esta última diferenciada de la anterior en el sentido de semejanza de relaciones, lo que incorpora por lo menos cuatro términos y que, puede vincularse con las construcciones metafóricas llamadas a veces de segundo grado, del barroco.
Benjamin destaca la adscripción al Clasicismo de la concepción romántica de lo simbólico, sin embargo, no es de menor importancia señalar la ruptura del primero con el segundo, así como tener en cuenta la relación a su vez existente entre el Clasicismo y el Barroco. Siguiendo con los autores con que polemiza Benjamin, me parece encontrar un punto de inflexión en esta trama. Yeats, en su artículo “William Blake y sus ilustraciones a la Divina Comedia”, vuelve a la dicha oposición entre alegoría y símbolo: “El símbolo es la única posible expresión de una esencia invisible, una lámpara transparente alrededor de una llama espiritual mientras que la alegoría es una de las muchas posibles representaciones de una cosa tipificada, o de un principio familiar y pertenece a la fantasía y no a la imaginación, una es revelación, la otra un entretenimiento”. Citando al mismo Blake en su lectura de la Commedia, Yeats contrapone la filosofía de Dante y de Blake: una mundana, “de soldados, de hombres de negocios, de curas todos ocupados con el gobierno, todos, a causa de la absorción de la vida activa, convencidos de que tenían que juzgar y castigar, la otra, proveniente de Cristo envuelto en la esencia divina, y de los artistas y poetas, que saben por la naturaleza de su oficio, simpatizar con todas las cosas vivientes, y quienes, cuanto más pura y fragante es su lámpara, sobrepasan las limitaciones, hasta llegar a olvidar el bien y el mal en la absorción de una visión de lo feliz y lo desgraciado. Esta filosofía es divina y establecida para la paz de la imaginación y la voluntad sin caída”.
9 La diferenciación establecida por los románticos entre alegoría y símbolo se refiere a que la primera nos relaciona con conceptos y la segunda con la idea. En una rápida consideración de estos dos términos podemos pensar que la valoración de la idea de tradición kantiana y hegeliana por sobre el concepto se referiría a la cualidad de conexión con el fundamento y la totalidad posibles por parte de la Idea (relacionada con el símbolo) mientras que el concepto, pensado sobre todo en su versión aristotélica o kantiana nos remitiría a un paradigma o a un recorte de la realidad. Así, el concepto en la filosofía griega es un universal que define o determina la naturaleza de una entidad (esencia), en sentido platónico es un univerrsal real. En Platón el concepto es el órgano de conocimiento de la realidad, porque no corta la realidad arbitrariamente, sino siguiendo sus aritculaciones naturales o reales. Para Aristóteles la mente forja los conceptos. En Kant es el marco dentro del cual encaja la experiencia posible (paradigma), concepto equiparado a significado. Hegel lo entendió como mediador o tercero entre el ser y el devenir, entre lo inmediato y la reflexión, Hegel habla de un proceso del concepto que pasa del concepto subjetivo al concepto objetivo y de éste a la Idea. “Dios y la naturaleza de su voluntad son una y la misma cosa, y ésta es lo que filosóficamente llamamos la Idea”. La idea es lo que se ve de una cosa cuando se contempla Para Schelling: las ideas desempeñan el papel de intermediarios entre lo Absoluto y las cosas sensibles.
10 La imagen la pensamos más bien que como un tipo de símil o comparación entre términos que la acerca a la metáfora, o como imagen acústica: representación de la palabra en la mente, en la línea deudora de los postulados de Lezama Lima: como el núcleo duro resultante de una serie de traslados metafóricos capaz de la mayor condensación significante.
11 Jorge Luis Borges. “El arte narrativo y la magia”. En: Obras Completas 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974.
12 Agnus Fletcher. Allegory. The Theory of Symbolic Mode. New York, Cornell University Press, 1964.
Cella, Susana (2003) "La redención en Buenos Aires ". En: Revista de Literaturas Modernas, Nº 33, 41-52 p..
Dirección URL del artículo: http://bdigital.uncu.edu.ar/fichas.php?idobjeto=1015.
Fecha de consulta del artículo: 30/07/10.
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