por Beatriz Sarlo
En la infancia, Mar del Plata era una noción difusa en una tarjeta postal. El mar se reveló mucho después, con una potencia romántica y metafísica.
Todos los veranos de mi infancia recibía cinco o seis cartas desde Mar del Plata. El remitente indicaba la calle Juan de Garay sobre la que estaba la casa que había visto en fotos, un chalet de dos plantas con jardín. Quien enviaba las cartas, alguien muy próximo, pasaba el mes de enero en la casa de una prima lejana, una señora millonaria y generosa, que albergaba en ese chalet a ocho o diez nietos. Sentía celos por esos chicos, no tanto porque estaban en Mar del Plata sino porque mi interlocutor epistolar se ocupaba de ellos y me lo contaba. Iban a Playa Grande, donde tenían una carpa (concepto que me resultaba difícil de entender), tomaban el té en el Golf o comían platitos en la Rambla, y, sin los nietos, jugaban a la noche en el Casino.
Ninguno de esos lugares me era remotamente familiar. En verdad, yo no conocía Mar del Plata, aunque trataba de que eso no fuera un tema, ya que habría demostrado mi inferioridad. Disimulaba la ignorancia. Una de mis primas había viajado a Chapadmalal y, de regreso, describió un lugar inimaginable, que consistía sólo en playas, hoteles y barrancas de rocas con algas (elemento de la naturaleza que tampoco había visto nunca y que me remitía, más que al turismo, a la mitología griega). Como yo no era ni tan pobre para ir a una colonia de vacaciones del estado peronista, ni mi familia creía que los chicos tuvieran méritos suficientes para opinar sobre lugares de veraneo, conocí el mar a los dieciséis años. Lo cual fue una ventaja, casi un privilegio. Llegué al mar por el lado menos marítimo y más humilde, para decirlo de algún modo: San Clemente del Tuyú. Ni el verde o el azul intensos, propios del mar abierto. Cerca de la Bahía de San Borombón, donde acaba el Río de la Plata, hoy San Clemente no responde a mis nociones de mar típico . Pero, aquel día de diciembre de 1958, cuando caminé desde el hotel hasta la playa, cuando pisé por primera vez la arena húmeda y miré hacia el este, eso fue el mar. El hecho de que no hubiera formado parte del paquete turístico de la infancia, que no perteneciera a un cajón de experiencias acumuladas con el tiempo y desgastadas por la costumbre, que yo no pudiera recordar nada que me hubiera sucedido frente al mar, que ese paisaje no hubiera entrado en las postales del recuerdo, que nada en mi vida lo tuviera como referencia, hizo que el mar se presentara súbitamente, como si, de pronto, en el medio de una extensión chata y terrenal, se hubiera abierto el mundo y desbordara, líquido, hacia mí.
Eran más o menos las cinco de la tarde. El ruido del agua mostraba esa cualidad original que sólo tiene el mar, como si se tratara de una masa que se desploma, se recupera y vuelve a desplomarse. Nunca había escuchado un ruido así, nunca había visto una extensión tornasolada que se moviera hasta el horizonte, nunca había respirado ese olor. Llegar al mar por primera vez a los dieciséis años produce asombro. No quedé anonadada, sino en un estado de excitación que duró hasta la noche. Afortunadamente nada en las cartas que, de chica, recibía desde Mar del Plata me habían hecho suponer lo que tuve por delante aquella primera tarde en San Clemente del Tuyú. Las cartas hablaban de otra cosa porque el mar se daba por descontado: estaba allí como escenografía de los paseos, y si se transformaba en tema era, simplemente, por razones metereológicas.
Mientras que, a los dieciséis años, el mar se presentó como lo desconocido que por fin se alcanza, con una potencia romántica y metafísica especialmente adecuada a la sensibilidad de un adolescente que está preparado para admirar paisajes en los que pueda, al mismo tiempo y de manera contradictoria, identificarse y sentirse una parte mínima del universo. A los dieciséis años, ya tenía la cultura suficiente para saber qué debía sentir la primera vez que me enfrentara con el mar, y eso me permitió encontrar las palabras que podían, de algún modo, torpemente, expresarlo. Podía salir de la nebulosa del impacto y recitar: “El mar, el mar, que siempre recomienza”. No siempre más temprano es mejor.
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domingo, 21 de octubre de 2007
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