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Al 31 de diciembre habría que borrarlo del almanaque. Hasta el 30, la felicidad de que por fin se acabe el año prevalece sobre cualquier otro pensamiento. El 31, sin embargo, amanece como un día de balance. Las borracheras son frecuentes alrededor del mediodía, no sólo porque ya se ha empezado a brindar sino porque no se encuentra otro modo de enfrentar ese momento negro donde se cuela la pregunta sobre el año que está por irse. En 1999, a las tres de la tarde del 31, cuando lo que se aproximaba era el nuevo siglo, los amigos que rodeaban una mesa ya no podían sostenerse derechos y todos nos preguntábamos cómo íbamos allegar a la megacelebración de la noche, planificada con esmero.
En el medio de las risotadas sabíamos que, en un par de horas, estaríamos enfrentados, como cada año, pero esta vez de modo más intensamente simbólico, con el examen inevitable y la precariedad de una respuesta. Otro amigo e integrante de la fiesta preparada para la noche, que, todavía sobrio, pasaba por la vereda del bar, emitió una frase que sintetizaba los temores consuetudinarios: "Vayan a dormir la siesta, porque hoy, el fin de año no me lo arruina nadie". El 31 todo es muy frágil y cualquier paso en falso, una respuesta malinterpretada, demasiado fervor o demasiado poco hacen tambalear el mundo.
Secretamente, el colapso acecha. El 31 de diciembre trae la experiencia angustiosa del tiempo, que se disuelve o se disimula el 1º de enero como si lo "nuevo" que comienza pudiera exorcizar las probadas inconsistencias del año anterior. La ilusión dura unas pocas semanas, hasta que nos damos cuenta de que también enero está a punto de terminarse. Por supuesto, esto no les sucede a los chicos ni a los más jóvenes, para quienes el tiempo es su propia materia, un curso de agua que navegan como si fuera infinito. De todos modos, recuerdo haber tomado resoluciones infantiles para un nuevo año impulsada por mis insuficiencias o para alcanzar objetivos tan distantes como absurdos: por ejemplo, correr en vez de caminar, cada vez que eso fuera posible; agarrar la lapicera con dos dedos en lugar de con tres; o (extremadamente difícil, irrealizable por un acto de la voluntad) dejar de ser tímida, racticando los ejercicios aconsejados por un libro de autoayuda, la mayoría de ellos consistentes en repetir ciertas frases delante del espejo.
El libro informaba que Napoleón había sido tímido y se había curado con ese método, que, de ser verdadera la información, era más que centenario. La fragilidad de la celebración del 31 proviene de que esa noche está a caballo del tiempo. Es entierro y origen, más ilusorios que reales porque nada queda definitivamente atrás ni nada tiene su punto cero. Pero no hay mito más poderoso que el del principio y el final de un tiempo. Frente a ese mito, hasta los más escépticos son débiles. Conozco gente que pasa por alto su cumpleaños y los aniversarios, pero conserva respeto por la medianoche del 31. La carga simbólica de lo que acaba y lo que comienza se impone a los decididamente iconoclastas.
Hay quien puede pasar el día de su cumpleaños en soledad melancólica o austera, sostenido por la convicción de que ningún gesto es necesario. No conozco a nadie que cultive ese estoicismo para fin de año, porque ese día tiene una cualidad no meramente personal ni biográfica: es algo que le sucede simultáneamente a todos. Pasé una noche de fin de año en un tren que iba a Jujuy; atestado de gente, costeaba pueblos donde las mesas en los patios de tierra estaban tan iluminadas como nuestras ventanillas abiertas. Medio cuerpo afuera, íbamos gritando "felicidad, felicidad", y creíamos que nos contestaban agitando los brazos o haciendo disparos al aire. Los guardas habían desaparecido y, entre vagón y vagón, unos chicos reventaban rompeportones contra el piso de chapa.
Las botellas vacías rodaban como bolos dejando regueros de cerveza que comenzaba a solidificarse con el polvo que entraba por las ventanillas. En un rincón, un grupo de estudiantes jugaba al póker con un hombre mayor que los había desafiado al salir de Retiro y los estaba desplumando. Los estudiantes perdían con entusiasmo. A la mañana siguiente, nos despertamos sedientos y en asientos cambiados, con el sol de las diez en la cara; volvimos a desearnos feliz año. El 31 había transcurrido en una especie de tiempo neutro, como es el tiempo de los viajes.
Desde entonces quedé convencida de que pasar el 31 a la noche en movimiento, arriba de un tren, de un ómnibus, era un recurso admirable. El desplazamiento en el espacio, de algún modo, atenúa el mítico cambio en el tiempo, como si el fin de un año y el comienzo de otro quedaran subordinados a la distracción de ver desfilar las cosas, en lugar de pensar sobre la carrera de los días o los meses. El tiempo del viaje siempre es un tiempo de cualidades especiales, como si se estuviera en una tierra extranjera, que es también un gran recurso para el fin de año porque, ocupados en sorprendernos por las diferencias en las costumbres, se puede olvidar que ellas están rodeando el mismo núcleo intratable del entierro y el origen de un tiempo.
por Beatriz Sarlo
Revista Viva 30/12/2007
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