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viernes, 28 de diciembre de 2007

La histeria y el goce

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por Daniel Larsen



Así como en Freud, con el giro de los años veinte, se produce un recentramiento de su teoría a partir del concepto de pulsión de muerte, algo equivalente sucede en la obra de Lacan en la que los primeros desarrollos de su teoría son resignificados y deben ser repensados a la luz del conepto de goce. Este trabajo es un intento de dar cuenta del cambio producido en las concepciones de Lacan sobre la neurosis histérica.
En la primera etapa de su enseñanza, Lacan articula la histeria con la problemática del deseo en su relación con la demanda. La función paterna es la que asegura, prohibiéndole al sujeto asimilarse al objeto de la demanda del Otro primoridal, la separación de los dos registros (del deseo y la demanda), y posibilita, por lo tanto, que el sujeto se distinga del Otro. Esta separación es problemática en la histérica que se ve llevada a restaurar la dimensión del deseo con el artificio de mantener insatisfecha la demanda del Otro. Es así que en la anoréxica no se puede decir que no come n ada, sino que, más bien, come nada, resguardando con esa nada la existencia de un deseo irreductible a la demanda.
La fórmula que utiliza Lacan para resumir este proceso es que en la histeria se trata de un deseo de deseo insatisfecho.
A partir de la introducción del concepto de goce como punto-privote de la organización estructural, Lacan se vió conducido a desplazar el acento, y a articular el deseo, no ya solamente con la demanda, es decir, con la cadena significante, sino con el goce como límite interno de lo simbólico. Ahora la insatisfacción cobra otro estatuto: el menos de satisfacción es plus de gozar, es decir que la insatisfacción viene así a paliar, paradojalmente, la falta estructural del goce, es la forma que encuentra la histérica de recuperar el goce perdido. Por ejemplo en el sueño de “la bella carnicera”, en el que Freud reconoció la necesidad de crearse un deseo insatisfecho, al rechazar el caviar que su marido podía procurarle, sobre todo porque estaba demasiado satisfecha en el plano genital, Lacan dice, cuando retoma este ejemplo en el seminario “El reverso del psicoanálisis” que “lo que ella no ve, es que sería dejándole ese marido suyo tan esencial a otra como encontraría el plus de goce”. Y sigue “Otras sí lo ven. Por ejemplo, Dora lo que hace es eso”. Es al rechazar al señor K y dejarle la satisfacción genital a la señora K como Dora encuentra su plus de gozar.
La insatisfacción toma otra función al articularse con un goce absoluto que la histérica mantiene en el horizonte, como posible de alcanzar, y, a la vez, siempre remitido. La vida psíquica de estas pacientes está dominada por sueños paradisíacos cuya realización implicaría la tan buscada satisfacción plena, la felicidad absoluta que, por un lado, creen accesible y, por el otro, se las arreglan para que nunca sea alcanzada. Como ya vimos, es en este sustraerse a la satisfacción para dejásela a otra donde la histérica encuentra su plus de goce, es su forma de alcanzar, o mas bien, de recuperar el goce absoluto perdido.
Este goce, perdido desde siempre, es también el fin último, aquello a l o cual se apunta en un esfuerzo de reencuentro prometido al fracaso. Inaugura el proceso de repetición que caracteriza al trabajo psíquico y que no es otra cosa que la insistencia del deseo.
Para Freud el deseo surge de una primera experiencia de satisfacción que deja sus huellas mnémicas, marcas de un goce que el aparato psíquico va a intentar reencontrar. El deseo reside en la búsqueda de la identidad de percepción, resulta de la diferencia entre la representación del objeto que fue fuente de la primera satisfacción, y la percepción del objeto hallado en la realidad. No tiene otra meta que anular esta diferencia y restaurar la identidad entre el objeto perdido y el objeto encontrado. Tarea marcada por la imposibilidad pues lo que se busca está originariamente perdido. Esta estructura encuentra su ley en la del significante, que se caracteriza por no poder significarse a sí mismo, es decir, que siempre necesita de otro significante para poder significarse.
Desear consiste, de este modo, en apuntar a la imposible identidad del significante consigo mismo, que constituiría el goce absoluto. De todas maneras, aunque destinado al fracaso, el deseo no puede dejar de insistir, produciendo, con su repetición, una pérdida que Lacan conceptualiza como objeto “a”, que, por un lado, funciona como causa del deseo, y por otro, como una forma de recuperación del goce perdido, es decir, como plus de gozar.
En el punto en que el sujeto, al formular al Otro la pregunta por su existencia, encuentra la falta del significante que lo represente, el punto en que la acción del significante lo amenaza con la abolición, allí tiene que sostenerse entonces el objeto a. En ese objeto tendrá que reconocer el sujeto su ser mismo como ser de deseo, por el cual intenta suplir el desfallecimiento de lo simbólico en la respuesta a la pregunta del deseo del Otro, o sea, en lo que aseguraría su completud. Así pues, el objeto a viene a funcionar en el lugar donde la existencia del Otro desfallece.A causa de la castración de la madre, significada por el padre al niño, quien de este modo puede dejar de ocupar el lugar de su objeto adecuado, el goce del Otro materno lo pone frente al horror de un insondable abismo, traducción imaginaria de la irreductible diferencia del significante consigo msimo. Sólo el sacrificio total de sí puede, desde ese momento, liberar al niño del imperativo de colmar su hiancia.
La sumisión de la histérica a la voluntad del Otro, ilustrada por su sugestibilidad, respondería a la exigencia irrealizable de restaurar una figura de la omnipotencia paterna que, al implicar el dominio del deseo, aportaría contra el goce la garantía que le falta. Esta postura es estructuralmente comparable a la que aspiraría a colmar el abismo abierto por la castración materna. En este senido, la sumisión al padre, es decir, sostener un padre ideal, y gozar de la madre, poseen el mismo valor fantasmático.
El mito edípico no postula lo mismo que el de Totem y Tabú. Si el primero se trata de las condiciones que posibilitan la instauracioón de la prohibición y el deseo, en el segundo, al contrario, se intenta teorizar sobre aquello que no puede ser alcanzado, regulado por la ley, el goce que quedaría fuera de lo simbólico. En el mito edípico, el asesinato del padre es la condición del goce de la madre. En cambio, el asesinato del padre de la horda primitiva posee una significación exactamente contraria: aquí el goce ocupa el primer lugar y lo encarna el padre, quien posee todas las mujeres y es el único que goza de ellas, y con su asesinato nace la ley que prohíbe la satisfacción máxima regulando las alianzas. La ley, expresión de la culpa de los hijos asesinos, es la consecuencia de la pérdida de ese goce absoluto simbolizada por el asesinato de quien lo encarnaba. De esta manera, si bien la ley se identifica, por un aldo, con la instancia prohibidora, por otro lado, y al mismo tiempo, es la representación del goce perdido. De ahí que Freud hable de “las paradojas del superyo” o que Lacan relacione el superyo con “la ley en tanto incomprendida” o diga, en un momento más avanzado de su enseñanza “Nada obliga nadie a gozar, salvo el superyo. El superyo es el imperativo del goce” ¡Goza!”.
Así pues, las dos figuras del padre que encontramos en la histeria consistirían en el reflejo imaginario de la estructura de la función parterna. El padre seductor respondería a la fantasía de que el padre real existe, un padre que tendría con el saber, la clave del goce. Por otro lado, al padre simbólico del Edipo responde la figura del padre impotente para cumplir las promesas del deseo, para asegurar el goce y proteger de él. Reflejo de los límites de lo simbólico, la impotencia se sistituye aquí a lo imposible, dejando esperanzas de la posible existencia de un Padre Ideal. La histérica está dispuesta a sacrificar su persona para sostener ese ideal.
Lacan plantea que para que una mujer entre en relación con el deseo del hombre debe realizar una apuesta, ya que, al hacerlo como objeto “a” debe renunciar a poner en juego su femineidad, o ponerla en juego como perdida. Es a esta apuesta que la histértica se niega, no juega ese juego. No es que no intente entrar en una cierta relación con el deseo del hombre, pero lo hace a título de sustraerse a ella. Sustrayéndose al goce fálico hace entrar en función la falta, denunciando, de esta manera, el caracter limitado del goce fálico, es decir, el dado demasiado poco, insatisfactorio en relación con el goce absoluto que ella mantiene siempre en su horizonte. Este límite del goce fálico no es otro que la castración del hombre como verdad del goce fálico, verdad que la histérica intenta encarnar. De ahí que Lacan puede decir: “Lo que la histérica quiere es un amo…, quiere un amo sobre el que pueda reinar. Ella reina y él no gobierna.”
Cuando Lacan desarrolla las fórmulas de la sexuación, plantea que no se puede constituir un universal, un todo, si no existe algo excluído de ese todo. El universal del falicismo es decir, “todos los hombres están sometidos a la castración”, para que se constituya necesita una excepción, es decir que “hay uno que dice no”. Este lugar de la excepción es el que la histérica intenta preservar, del que quiere, de alguna forma, hacerse la guardiana. Rechazando entrar en la función fálica, viene justamente a preservar la dimensión de un goce que no sería fálico, es decir, un goce que no estaría limitado como el goce fálico sino que se trataría de un goce que estaría soportado por el mito de un goce femenino completamente fuera del falo.
La marcha de la cura, al aislar la función del objeto “a” como célula reducida del complejo de Edipo, permite la resolución de éste, con lo cual caduca la función de chivo expiatorio del Padre Ideal, cuya naturaleza de ficción queda al descubierto al mismo tiempo que el carácter ficticio de la culpabilidad ligada al fantasma de su asesinato. El sujeto puede descargarse entonces del trabajo de darle cuerpo al goce por medio de su síntoma. La función del Ideal queda destituída al mismo tiempo que caduca la exigencia de sacrificarse a él.


Licenciado en Psicologia
PSIKEBA Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales 2006

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el articulo, saludos desde Colombia!

Anónimo dijo...

Buen post, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)