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domingo, 5 de julio de 2009

La ética y la educación como proyectos de vida

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por Carlos Zárate Durán. Psicólogo.
Especialista en Docencia Universitaria. Candidato a Maestría en desarrollo Educativo y Social.
Tutor de trabajos de grado en la Especialización en Docencia del CEDEDUIS.Carlos Zárate Durán


La ética debe ser un proyecto educativo. La educación debe ser un proyecto ético. Ambas deben ser un proyecto de vida para el maestro. Esta corta pero compleja propuesta tiene que ver con la posibilidad de replantear las relaciones pedagógicas que en la actualidad determinan los roles que asumimos como maestros y que hacen de la educación el ejercicio más distante del conocimiento, y del ser maestro un accionar eminentemente capacitador que nada tiene que ver con la formación humana.
Hacer explícita la propuesta exige hacer una revisión tanto de cada uno de los conceptos implicados como de los antecedentes que nos llevan a afirmar y reconocer el estado actual de las cosas como las presentamos. Abordaré primero el concepto de ética. La palabra Etica etimológicamente tiene orígen griego en ethos. El ethos griego tiene dos interpretaciones derivadas de la forma como se escribe de acuerdo con las letras iniciales epsilon y etha que se utilizan para referirse a diferentes conceptos. La primera de ellas (con la letra epsilon) es entender ethos como costumbres externas, por lo tanto pudiésemos decir que ética, desde esta perspectiva, son todas aquellas costumbres que permiten y posibilitan las normas elementales de convivencia social. Esta convivencia social se fundamentaría sobre el imaginario que concibe la comunidad humana como no problemática, como la idealización de que la normatividad dictada desde lo social permite que los grupos se desarrollen y tengan un objetivo y un proyecto hacia el cual se dirijan con la intencionalidad de progreso y desarrollo. Sin embargo, surge un inconveniente, ¿qué criterios puede utilizar un grupo social para determinar lo conveniente de la convivencia social? ¿cuáles serían los determinantes que permitirían establecer la legitimidad de las costumbres o normas de un grupo sobre otro? Como lo expresa Estanislao Zuleta: "El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exhaltada por participación, separan un interior bueno -el grupo- y un exterior amenazador."[1] Hemos sido testigos a lo largo de la historia que siempre que se ha idealizado la verdad se ha entrado en esta actitud descrita por Zuleta, es decir, si alguien piensa diferente de mí no es mi aliado y por lo tanto está en mi contra, es mi enemigo, casi sinónimo de eliminación.
La anterior perspectiva de ética definida como costumbre social entonces no nos sirve, pues no es posible otorgar a un grupo determinado la posibilidad de establecer su criterio sobre los de otros colectivos.
La segunda interpretación que se hace sobre el ethos griego (con la letra etha) es la de carácter, cuidado de sí o costumbres internas. Es decir, es ético desarrollar el carácter del individuo para que sea él por sí mismo quien decide sobre lo que es bueno y es malo. En un primer momento esta lectura pudiese parecer en exceso relativista, pero mi propuesta tiene que ver con que en el desarrollo del carácter existe la posibilidad de superar lo normativo, derivado de las colectividades, para entrar en un pensamiento universal, que supere esa condición de legitimidad basada en un control externo, el grupo.
El desarrollo del carácter tiene que ver con un supuesto: como seres humanos en constante cambio y con una característica inherente, somos seres imperfectos. Nuestra condición de humanos nos hace imperfectos, por lo tanto seres problematizados. En el desarrollo del carácter es entonces una condición estar problematizados, esto hace válido pensarnos como proyecto (ideal de la modernidad). Pensarnos como proyecto exige hacer una mirada retrospectiva para determinar: ¿qué hemos venido siendo? En el intento de respuesta a este interrogante podemos establecer un contraste entre lo que he venido siendo y el proyecto que como persona me propongo desarrollar. Ese proyecto de persona lo podemos sustentar en tres interrogantes planteados por Hans Kung[2], a saber:
"1- Qué presupone la paz interna de una sociedad, más o menos grande?
2- Qué presupone el orden económico y jurídico?
3- Qué presuponen las instituciones que soportan ese orden, siempre expuestas al constante cambio histórico?"
El autor mencionado hace un intento de respuesta apelando a un común denominador para los tres interrogantes: la voluntad, estableciéndola como el requisito mínimo desde el cual se construye un orden nuevo. La voluntad es un componente que solamente se forma cuando se forma el carácter, es algo interno en el individuo, no está sometido a condiciones externas como lo es la normatividad social.
Solamente se formará el carácter y la voluntad en cuanto nos propongamos el proyecto de ser un mejor hombre o una mejor mujer en un contexto social determinado. Por lo tanto, solamente desde la voluntad individual puedo constituirme en ser humano legítimo si reconozco la presencia y existencia de la otredad. Mi proyecto de ser mejor persona no se construye en el vacío, se construye en relación con los otros (ese otro no puede tener características específicas que lo hagan legítimo ante mí, es legítimo solamente por que es otro). Se construye en el reconocimiento de un consenso básico mínimo[3], Desde este punto de vista es mi carácter y mi voluntad el criterio que puedo utilizar para discriminar qué es ético y qué no. Es el desarrollo de mi criterio autónomo el que me guía en la superación de los partidos provistos de una verdad y de una meta absoluta.
El otro concepto sobre el que es necesario reflexionar es el de pedagogía. Voy a proponer que la pedagogía es la reflexión que el maestro hace sobre su quehacer. El quehacer pedagógico involucra varios actores: el maestro, el alumno, y el contexto institucional, que conforman el escenario de la educación que ha existido en nuestro contexto varias tendencias pedagógicas que le asignan un papel específico a cada uno de los protagonistas de la educación. Desde las tendencias pedagógicas autoritarias, hasta algunos intentos de ejercer tendencias más liberales en las que cada protagonista intenta superar sus propios límites. Sin embargo, estas prácticas siempre han estado cruzadas por lo institucional que, como referente de la modernidad, ha pretendido asignarse a sí mismo el derecho de establecer la normatividad que debe gobernar no solamente las relaciones pedagógicas, sino la vida misma de las personas.
Para entender por qué se presentan las cosas de esta manera es necesario contextualizar la educación y la escuela como el vehículo formal a través del cual se legitiman los roles que asumimos en dicho escenario.
Entender la escuela, tanto en su estructura como en sus funciones, implica hacer una mirada a la modernidad, pues ello nos impone una manera específica de ver el mundo, la vida y las cosas. Es desde la particular forma que tiene la modernidad de concebir tanto al hombre como su entorno, como podemos entender qué pasa hoy en la escuela y en lo que llamamos educación. Esta particular forma de ver, de la modernidad, hace que tengamos el imaginario de seguir una secuencia progresiva que nos lleva a una meta que es la civilización. Dentro de esta concepción el progreso y la evolución adquieren un estatuto de ley, y por lo tanto la humanidad debía asegurarse del cumplimiento de ese designio a través de las estructuras sociales (incluida la escuela), para equilibrar la dependencia de leyes exteriores con una constitución civil. Tal como lo expresa Alvarez gallego[4]: "Necesidad y libertad se combinan en la modernidad para conjugar la fórmula ideal que permitía el advenimiento de la civilización esperada por la época, como si fuera un deseo, que desde siempre tuviera la humanidad".
Este es la causa por la cual la historia se convierte en la forma en la cual podemos tener una referencia exacta del progreso que nos conduce a ese ideal civilizador, es la historia de la civilización. Tal como lo expresara Vattimo[5]: "Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso".
La ilustración propone, entonces, un proyecto de sociedad civilizada, la promesa de un futuro ideal y un camino claro para conseguirlo. Esto se constituye en el proyecto de la modernidad.
Este ideal de la ilustración necesita de la instrucción. La instrucción como proyecto del nuevo estado debería formar los hombres libres que requiere la humanidad para alcanzar la civilización esperada. Tal libertad se habría de conseguir en la instrucción por que a través de ella los hombres tendrían conciencia de sus propias limitaciones en cuanto seres dependientes de las leyes de la naturaleza[6].
Pensar en la instrucción como vehículo de conciencia implica darle un lugar privilegiado a la razón, pues ella nos emanciparía de la naturaleza generando autoreflexión, para que conscientemente neguemos la determinación externa; por lo tanto un requisito para ello es ingresar al mundo del intelecto, a la superación del pensamiento dogmático impuesto, en gran parte, por la tradición judeo-cristiana en el mundo occidental. Entonces esta civilización hace la proclamación de una moral con tres valores axiológicos fundamentales, descritos por Unigarro[7] de la siguiente manera:
Ø La razón. Que va a determinar lo que Kant llamará "la mayoría de edad" y que consiste en hacer uso público de la misma. En ese orden la ilustración ve que una de las facetas de la civilización consistirá en dejar de lado los tutores del pensamiento que mantienen en la ignorancia a los demás seres humanos, que les impiden hacerse cargo de su propia existencia.
Ø El deber. Que evita caer en los movimientos desarticulados y sin sentido del subjetivismo voluntarista. La civilización no admite un obrar cuyo sentido escape al de la utilidad y beneficio común.
Ø El orden. Que jerarquiza y articula a las personas y sus acciones entorno a los ideales comunes. La civilización concibe el todo armónico, por tanto ordenado.
Además de estos valores se hace necesario buscar el saber y el bienestar. El SABER que es la acumulación de ideas, se constituirá, gracias al ejercicio de la razón, en otra pieza clave para la emancipación de los seres humanos. El BIENESTAR es el efecto de la posesión de valores acumulados, o de conocimientos, hábitos y energías industriales[8].
Es aquí donde la educación entra a jugar un papel importante, pues se pensó como la garante de la civilización. Y como esa debía ser una acción constante se pensó en la Escuela como el espacio legítimo para educar, es decir, civilizar.
Entendemos entonces que es la escuela, parte de la educación, quien asume una responsabilidad para perpetuar, en lo social, dichos valores exhaltados por la modernidad. A la luz de esta mirada podemos, entonces, establecer una primera aproximación a una de las interpretaciones de ética: las costumbres externas. Es desde los intereses del desarrollo social, desde la posibilidad de construir un prototipo ideal de hombre, desde la noción de progreso inevitable, desde donde se dictarían las normas de convivencia, las categorías discriminatorias sobre lo bueno y lo malo, justificadas "racionalmente". Las valoraciones subjetivas no tienen ningún espacio en el ámbito escolar, por lo tanto lo que impera es el reglamento, la norma, el control externo. Y es bajo esta lente como se caracterizan las prácticas que se dan en la escuela, a través de tres componentes: los maestros, los ramos de instrucción y el escolar.
En cuanto al maestro, Unigarro[9] lo caracteriza de la siguiente manera:
Ø Ser un apóstol. Este era un encargo sublime. En este orden se le pedía a quien quisiera dedicarse a esta labor ser portador de una vocación especial y que esta se viera reflejada en todos y cada uno de los aspectos de su vida pública y privada. Desde el principio se vio al maestro como aquel testimoniador de la rectitud, la justicia y demás virtudes de la persona.
Ø Poseer unos dominios básicos acerca de lo que iba a enseñar y el método con que lo haría.
Ø Estar dispuesto a una vida de pobreza extrema. Desde el inicio, cuando se lo asimiló a los apóstoles del evangelio, al maestro se le marginó del adecuado reconocimiento económico para su labor.
En cuanto al segundo componente, los ramos de instrucción, lo podemos asimilar al plan de estudios, que de una u otra manera representa el elemento que garantiza la homogeneización del escolar, como lo describe Alvarez[10]: "De manera que saber leer y escribir, manejar las cuatro operaciones, tener hábitos civilizados y conocer los derechos y deberes republicanos no fueron pre-requisitos de otros conocimientos sino las condiciones mínimas exigidas para alcanzar el estatuto de ciudadanos… Aquí la escuela se muestra una vez más como un dispositivo útil para normalizar, esto es, homogeneizar. Pero también, implicitamente, está diferenciando entre civilizados e incivilizados, viciosos, ignorantes y letrados".
El tercer elemento es el escolar:
Ø Un ser homogeneizado por una serie de normas procedentes del reglamento escolar.
Ø Manejo riguroso del tiempo a través de un horario que limitara al máximo las posibilidades del ocio.
Ø Disciplina estricta fruto del orden riguroso en todos los movimientos y actividades durante la jornada.
Un ser registrado en cuadros diversos. Cuadros para todo: para la asistencia, para las materias, para los premios, para los castigos, etc.[11]
Lo planteado anteriormente nos hace ver a la Escuela como un espacio creado para responder las expectativas de la modernidad.
Sin embargo lo que encontramos es justamente todo lo contrario de lo que propuso desde el proyecto moderno: en términos generales la percepción colectiva es que vivimos unos tiempos signados por la crisis en todos los ámbitos, tanto en lo público como en lo privado. Una breve mirada a los sucesos de este siglo nos permite percibir la magnitud de dicha crisis. Una reciente estadística descrita por Kung[12] (1995) es contundente en sí misma:
Ø Cada minuto gastan los países del mundo 1.8 millones de dólares en armamento militar.
Ø Cada hora mueren 1500 niños de hambre o de enfermedades causadas por el hambre.
Ø Cada día se extingue una especie de animales o de plantas.
Ø Cada semana de los años 80, exceptuando el tiempo de la segunda guerra mundial, han sido detenidos, torturados, asesinados, obligados a exiliarse o bien oprimidos de las más variadas formas por regímenes represivos, más hombres que en cualquier otra época de la historia.
Ø Cada mes el sistema económico mundial añade 75.000 millones de dólares a la deuda del billón y medio de dólares que ya está gravando de modo intolerable a los pueblos del tercer mundo.
Ø Cada año se destruye para siempre una superficie de bosque tropical, equivalente a las tres cuartas partes del territorio de Corea.
En realidad las últimas cuatro décadas han representado para la humanidad una época en la que se han dado los cambios más radicales y acelerados de su historia. Justamente en medio de la década del 60, la generación joven hace un señalamiento a todas estas contradicciones, que por un lado propugnan por el progreso y el desarrollo, pero por otro legitiman la agresión y la violencia. La guerra del Vietman es sólo un ejemplo que ilustra dichas contradicciones (en esta guerra participaron más de 40 premios Nóbel formados en prestigiosas instituciones educativas).
Es esta la época en que se presenta el fenómeno de la contracultura, desde el cual se empieza a sostener que el proyecto de la modernidad entra en crisis, y por lo tanto también las instituciones como vehículo de la civilización moderna. La contracultura nos presenta una mirada diferente del mundo tal y como estaba concebido proponiendo valores diferentes a los de la modernidad: emoción a cambio de razón, placer a cambio de deber, caos a cambio de orden. Esto por supuesto invadió todas las dimensiones de la manifestación humana, desde el arte, la arquitectura, la cotidianidad, la filosofía, etc.
Y es allí justamente, en la filosofía, donde con alguna anticipación, los llamados filósofos de la sospecha: Nietzsche, Freud y Marx nos llaman la atención para hacernos caer en cuenta sobre la equivocación que ha tenido el pensamiento occidental. Nietzche nos hace sospechar de Dios (Genealogía de la Moral), y propone al hombre como ser supremo. Freud nos hace sospechar de la razón (Malestar en la Cultura), pues propone que muchos motivos son inconscientes. Y Marx nos invita a sospechar de la historia "oficial" pues está al servicio de la clase dominante mostrándonos solo un imaginario de progreso.
Con ellos se da inicio a lo que se conoce como posmodernidad[13], Unigarro, (1997)[14] la caracteriza de la siguiente manera:
1. Desconfianza de la razón como supremo valor.
2. Sustitución de la epistemología por la Hermenéutica, entendida esta como "todo vale".
3. Superficialidad. Cultura de la imagen y del simulacro.
4. No hay visión unitaria de la historia.
5. Desborde de lo emocional.
6. Nueva concepción del arte.
7. Fragmentarismo. La cultura del archipiélago. Proliferan las tribus urbanas con sus propias reglas, rituales y valores.
8. Lo singular niega absolutamente lo universal.
9. Aceptación del pluralismo, la indeterminación y las diferencias.
10. Ausencia de proyectos. No tiene sentido pensar en el sentido.
11. El presente, el instante cobra radical primacía sobre el pasado y sobre el futuro (vive el momento, carpe diem).
12. Aceptación del caos.
13. El relativismo. La única certeza es que no hay certeza.
14. Los mínimos conquistan a los máximos. Ya no hay metarelatos.
15. Todo lo anterior relacionado íntimamente con una tecnología que lo hace posible.
Con la anterior descripción, pensar en la escuela inserta en ese macrocontexto implica que esta esté caracterizada de igual manera, es decir en la escuela posmoderna el saber no tiene ningún valor, más que el que pueda ser estrictamente funcional. La clave de la escuela es proporcionar la mayor cantidad de información posible para que el individuo se desempeñe en un mundo de imagen y con un rol estrictamente práctico-utilitario.
La escuela, para los posmodernos que creen en ella, será la escuela de la utilidad y de la necesidad, del aprendizaje de las herramientas necesarias para acceder a la vida del trabajo. Será la escuela de la racionalidad instrumental. La escuela que responde a las circunstancias locales, a las particulares circunstancias de los núcleos sociales, a la ciudad…[15] La perspectiva se complejiza si aclaramos que, por lo menos en nuestro contexto, el proyecto de la modernidad es imperante y se cruza con muchos rasgos de los descritos en la posmodernidad. La escuela como institución es absolutamente moderna, los estudiantes tienen algunos rasgos posmodernos. Los planes curriculares están objetivados con la lógica aristotélica, la racionalidad occidental, que no representa ningún sentido para el joven de hoy, la escuela valora el conocimiento científico que pretende ser permanente mientras los cambios externos son veloces.
Aquellos componentes de la escuela, el maestro, el conocimiento y el estudiante se caracterizan, entonces de las más variadas formas. El maestro por su parte ejerce el rol que se ha pensado desde la misma constitución de la escuela, es él el que posee el conocimiento que debe depositar en el estudiante quien carece de dicho saber. Es el maestro quien decide qué cosas y cómo las debe aprender su estudiante, es él el modelo que debe imitar su alumno.
Esto nos hace pensar que las relaciones entre maestro y estudiante deben ser pensadas como un problema ético: ¿Es el maestro como agente socializador en la escuela el que impone la normatividad? O, ¿es posible pensar en diversas formas de relación, que impliquen tener en cuenta la singularidad del estudiante y crear una interacción específica de acuerdo a ella? ¿Debe ser el maestro un agente del determinismo? O, ¿un facilitador de la autonomia? ¿Con que concepción de ser humano ejercemos el rol de maestros?
Zuleta[16] nos presenta esta contradicción en la misma propuesta Kantiana según la cual el interés de la razón es sostener la libertad, que implica necesariamente sostener la noción de responsabilidad y con ella la moral y la religión. Esto nos induciría a afirmar que es el interés de la moral y la religión lo que habría que sostener, lo que en si mismo se presenta como una total contradicción. En kant, la experiencia jamás podrá ser arbitro de la ética si esta pretende fijar unos valores absolutos e indiscutibles. El deber ser es absoluto, a lo cual Hegel antepone que si obrar moralmente consiste en asumir el puro deber, siempre será preciso renunciar a obrar. Claro que una cosa es lo contradictorio y otra lo inconcebible. Lo contradictorio necesariamente es falso; pero lo inconcebible no, por que el hecho de que no podamos concebir algo no es un argumento suficiente para declararlo falso.
Es por lo anterior que es necesario superar éticamente la contradicción para entrar en el terreno de lo inconcebible. Puede resultar inconcebible pensar en una escuela con elementos de la modernidad que tenga en cuenta la singularidad, la diferencia, la emoción, la superación de los contenidos por el acceso al pensamiento, la posibilidad de que cada individuo construya su propio proyecto de vida. Por lo tanto es deseable que esas relaciones pedagógicas tengan un componente ético si las cruzamos con esa intencionalidad del desarrollo del carácter y de la voluntad. El carácter y la voluntad del maestro que como ejercicio cotidiano haga un reconocimiento de la otredad de su estudiante, no con las condiciones y características que se pensarían deseables desde lo institucional o profesional, sino como otro ser que coexiste y en quien es válido encontrar legitimidad solo por su ser. Comenzaremos por plantear que ese componente ético tiene que tener en cuenta un punto de partida ya explicitado: el reconocimiento de la otredad. En este caso el reconocimiento del estudiante, con sus características, con sus cualidades, potencialidades y carencias, que frente al conocimiento son evidentes. No pensando en superar la posibilidad del respeto, pues el ejercicio del respeto implica el respeto a todo, incluso a la diferencia de opinión. Umberto Maturana[17], famoso biólogo chileno propone que a los derechos humanos debemos agregar dos: el derecho a equivocarnos y el derecho a cambiar de opinión. Por lo tanto el reconocimiento del otro implica una condición ética desde la cual le otorgamos al estudiante el reconocimiento de sus condiciones, de su cotidianidad, de su historia, de su entorno, pero adicionalmente de lo que puede llegar a ser, no desde nuestro imaginario, sino desde lo que el joven pretende exhaltar para sí mismo, no para nuestro beneplácito. No debe ser un reconocimiento que minimice a la persona, no debe ser una exhaltación del sufrimiento. Debe constituirse en una espera del crecimiento, como lo diría Kant, de la mayoría de edad[18]. La espera del desarrollo de la autonomía; del surgimiento de la sospecha, de la posibilidad de pensar en lo obvio, lo que por obvio no hemos pensado. La posibilidad de la pregunta permanente, específicamente la pregunta por lo no pensado, la pregunta que se ubica en los límites del conocimiento y de la existencia misma.
Según el anterior planteamiento el papel de las instituciones se replantea. Es deseable que lo institucional supere el proyecto de la modernidad desde el cual pensemos en un ideal de persona que posea en sí mismo un perfil que represente e identifique su institución… (el estudiante de esta Universidad se distinguirá por: …). Bienvenido el derecho a la singularidad, bienvenido el derecho a la diferencia, bienvenida la posibilidad de pensar la instancia institucional como el espacio desde el cual se construye no con un norte que marque lo colectivo, sino como el espacio que propicia el desarrollo de lo diferente, de lo divergente, de lo novedoso, de lo creativo, de lo sensible, de lo lúdico, de lo que pueda invadir la cotidianidad de las personas para que nuestra existencia encuentre un sentido desde el cual podamos afirmar que ha sido valiosa y grata nuestra existencia, por que la hemos construido desde nuestra voluntad.
Ahora es pertinente plantear qué relación se debe esperar entonces entre la ética y la pedagogía: Quiero imaginar que la ética es un "proyecto educativo" y la educación es un "proyecto ético". Ambos pensados, entonces, como "proyectos de vida". Proyectos pensados con las condiciones del ideal de la modernidad, aunque, por supuesto, de acuerdo a lo planteado anteriormente es el ideal de "proyecto" el que se ajusta a la propuesta, no el ideal de institución moderna. Pensemos algunos comentarios al respecto.
Esta relación entre ética y educación es importante, aunque tradicionalmente se tratara a la ética como una parcela reservada al profesor de religión o al capellán de la institución (producto de la concepción de las instituciones y de hombre fragmentado derivada de la modernidad), sin sospechar que en la misma práctica pedagógica se transmite un mundo de valores y una moralidad.
Esto obedece al hecho de que se privilegia la información, la profesionalización y la especialización sobre la formación. En efecto, parte de la crisis en que vivimos se debe a la manifestación en la escuela pero sobre todo en la universidad, como parte de ella, de un fenómeno, que el ser profundo es menos visible: se trata del desprecio o subvaloración de la cultura y del saber formativo, humanístico y ético, hasta el punto de ser estorbos para el desarrollo social mediado por un paradigma de medios para fines; es decir, una sociedad en donde el fin incuestionable es el lucro y se utiliza cualquier fin para lograrlo.
Sin embargo no se trata de descalificar el saber informativo, sino de insertarlo dentro de un contexto más amplio, más integral, más holístico, que tenga que ver con la calidad de vida y el desarrollo humano, es decir, que oriente un "proyecto de vida".
Pasaremos, entonces, de la simple instrucción a la educación, de la técnica didáctica a la pedagogía. Si rescatamos el origen griego de lo ético como cuidado de sí y no como normas externas, es decir, como ética de la autonomía, entonces, como dije antes, la educación tiene que ser un proyecto ético. Y dentro de esta perspectiva ética, tendremos que abrir un espacio en la educación, donde, como dice Alvaro Tamayo[19], "la construcción de sí mismo, el reconocimiento del otro y del respeto a la diferencia posibilitan un clima para el pensamiento propio, el reconocimiento de las culturas regionales y sobre todo la aceptación de la existencia propia como un proyecto cuyo sentido y significado se juega trágicamente en la cotidianidad, asumida no como la búsqueda de seguridades, sino como la práctica de una cultura del debate que nos permita vivir en el riesgo, en la dificultad, en la búsqueda, en la pregunta, pues solamente una vida así merece la pena ser vivida".
Esta educación ética no es algo que pueda ser enseñado en contenidos de aprendizaje, sino más bien es "una posición personal ante el mundo que crece y disminuye según la altura o pequeñez de nuestras aspiraciones o deseos"[20]. De ahí que la ética no pueda consistir en endoctrinar a los individuos, sino en tomar en serio su capacidad autónoma.
Me pregunto entonces, ¿qué hacemos los maestros cotidianamente frente a la dimensión ética? ¿Somos sólo instructores que enseñamos un oficio y que cerramos gloriosamente nuestra labor con una simple nota? ¿Qué significa cuando un profesor sólo decide qué y cómo sus estudiantes aprenden? ¿Qué intereses se representan a través de esto? ¿Qué realidades quedan excluídas? ¿Permitimos que los alumnos crezcan en autonomía y en pensamiento crítico? ¿Conocemos a los alumnos o sólo somos expertos en un sector del conocimiento? Es necesario pensar en la calidad de la institución medida más a través en la relación maestro alumno que en el "nivel académico".
No podemos entonces privilegiar exclusivamente los conocimientos o los instrumentos de conocimiento olvidándonos del desarrollo de los procesos integrales de la educación, del "aprender a aprender" con el fin de que se desarrolle la autonomía, la responsabilidad y la tolerancia. Tal vez tendríamos que cambiar el paradigma magistral por el paradigma de una educación a escala humana, orientada al desarrollo integral de los alumnos y a la construcción del "proyecto de nación" de cada pueblo, buscando sobre todo evaluar las actitudes, los valores, los aprenderes, es decir las "capacidades vitales" que generen y aseguren una "cultura de paz".
Si nuestra pedagogía entra en una dimensión ética, donde el hombre se juegue la vida, la educación no puede ser más la instrucción que produce dolores de cabeza y que muchas veces permite que nos escondamos detrás de conocimientos que pueden ser obsoletos y que nada tienen que ver con nuestro perfil ético.
Tal vez algún día podamos permitir que nuestros alumnos puedan ser soñadores y creativos y que por sí mismos puedan navegar en la aventura del conocimiento y de los retos de un proyecto de vida, por que no somos ni entrenadores ni capacitadores. Si no somos los administradores de la verdad, si podemos acompañar a los alumnos en su propio aprendizaje, por que como decía Paulo Freire[21]: "nadie educa a nadie; cada uno se educa a sí mismo con la ayuda de los demás".
Pedagógicamente en una actitud ética, no es justo que como poseedores del conocimiento podamos decidir sobre otros en las evaluaciones. Recordemos los principios radicales del profesor Estanislao Zuleta. En una ocasión al ser entrevistado por la periodista Martha Lucía Sehinfel en 1980, le preguntó: ¿Cómo se considera usted como profesor universitario? Y el profesor Zuleta le respondió: "soy un mal profesor universitario y no creo en el sistema de notas. No creo que se le pueda enseñar nada a un público cautivo, que está ahí por que quiere ganar un año o sacar un título. Que los alumnos vayan o no vayan a mi clase me da lo mismo, y por lo tanto generalmente no van. Pero los que van se interesan en lo que yo digo no en las notas. Todos mis alumnos ganan el curso… por que no me interesan las notas… cuando yo hablo de los seres que amo que se llaman Thomas Mann, Carl Marx, Sigmund Freud y F. Nietszche, hablo por que los amo, pero no se los quiero imponer a nadie… considero que a nadie se le puede obligar a pensar, como tampoco se le puede obligar a amar".
Termino estas consideraciones planteando la definición de ética propuesta por Michel Foucault[22]: "Hacer de sí mismo una obra de arte".

[1] Zuleta, E. El Elogio de la Dificultad.
[2] Kung, H. Proyecto de una Ética Mundial. Ed. Totta, 1995.
[3] Ibid.
[4] Alvarez, G. "... y la escuela se hizo necesaria" Ed. Magisterio, 1995.
[5] Vattimo, G. Posmodernidad: ¿Una sociedad transparente? En: El despertar de la modernidad. Compilación Giraldo, F. Y Viviescas, F. Bogotá, 1991.
[6] Ibid.
[7] Unigarro, M.A. Sobre el valor formativo de la escuela. En: Reflexiones. Revista de la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Vol 6. No. 7. 1997.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Alvarez, G. Op. Cit.
[11] Unigarro. Op. Cit.
[12] Kung. Op. Cit.
[13] No hay un acuerdo para determinar exactamente el inicio de la posmodernidad, mientras muchos lo signan con la propuesta de los filósofos de la sospecha, otros como por ejemplo Kung (1995) lo ubican con la primera guerra mundial. Vattimo por su parte habla de que la modernidad deja de existir cuando desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria.
[14] Unigarro. Op. Cit.
[15] Ibid.
[16] Zuleta, E. Educación y democracia. Un campo de combate. Compilación y Edición, Suárez, H. y Valencia, A. 1995.
[17] La democracia es una Obra de Arte. , Santafé de Bogotá: Magisterio, 1994.
[18] Esta condición estaría dada por la convicción de la rectitud en el accionar, luchando por el reconocimiento y la superación del subjetivismo del propio punto de vista.
[19] Tamayo, A. La Ética y la Educación. Universidad de Tunja. 1995.
[20] Ibid.
[21] Freire, P. La Educación como práctica de la libertad.
[22] Foucault, M. Las Tecnologías del Yo.
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Revista Docencia Universitaria Vol. 1 Nº 1
Universidad Industrial de Santander - Colombia
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