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sábado, 25 de julio de 2009

Para resguardar el escondite

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Por Luis Vicente Miguelez *


“Las señales que envían los adolescentes advierten que no hay que descifrarlo todo, que hay que preservar lo oculto, resguardar el escondite. El adolescente necesita defenderse contra el ser descubierto antes de estar verdaderamente allí"


Dios sabe que siempre he querido ser un hombre.
Pero a mi progenitor le importaba más que fuera ingeniero y,
más aún, que lo fuera con título.
Recibido. Sé un ingeniero y serás hombre por añadidura.

Leónidas Lamborghini
La experiencia de la vida


¿Habría una suerte de necesidad de identidad en cada sujeto que intenta responder a la pregunta sobre quién soy yo y quién mi semejante? Este interrogante, si bien no deja de incomodarnos durante toda la vida, se vuelve insistente en lo que llamamos adolescencia. ¿Hay algo esencial que perdurará siempre en mí más allá de los cambios? ¿Soy este que veo en el espejo o más bien aquel que ven mis amigos? ¿Soy el que mis padres conocen o el que yo imagino ser? Estas tribulaciones del devenir adolescente ponen a cielo abierto lo paradójico de la identidad humana.

¿Es que es el mismo aquel cuchillo al que primero le cambié el mango y luego la hoja?

En el juego del niño, todo se metamorfosea: la silla, la persona del analista, un carretel. Esta dimensión metamorfoseante del juego, convalidada por el lenguaje, por la solicitud a un “dale que” dirigido a un otro real o imaginario, tiene fuerza de acontecimiento, transforma en común acuerdo con el otro, con el otro que comparte el juego o con el otro beneplácito que hay en uno, la identidad de las cosas. El juego, para decirlo de una manera plástica, ablanda la identidad de las cosas a la manera de los relojes de Dalí que penden de una rama.

En este juego metamorfoseante, el cuerpo mismo se configura como cuerpo lúdico, el yo corporal se constituye primordialmente a través del juego, al contacto con las palabras y con el cuerpo del otro que erogeniza. Esta experiencia perdura en nosotros como sí mismo, donde paradójicamente lo propio se conjuga con lo que viene del otro. Perdura en uno como “yo” pero en vínculo permanente con los otros, de quienes necesita para que ese cuerpo real se torne erógeno y sea fuente de satisfacción compartida.

Ahora bien, esto que se verifica en el niño sano, este acuerdo que vienen a sostener no solamente los otros niños, sino el colectivo social, que festeja, en ese “dale que” infantil, una suerte de regeneración de la dignidad de la existencia, no encuentra fácilmente su correlato en el devenir adolescente.

Me pregunto si este “dale que” de la infancia, aprobado, convalidado socialmente, podría jugarse de alguna manera en la adolescencia. El “dale que” soy un hombre, “dale que” soy una mujer, ¿pueden encontrar alguna manera de ponerse en juego sin tener que establecerse como identidad consumada? Por el contrario, se observa que los adolescentes se encuentran con una demanda perentoria a que esto suceda en la realidad, situación que determina el dolor de un parecer y su angustia por lo que ellos denominan lo inauténtico. Esta escasez de moratoria existencial obliga a la actuación precipitada.

La práctica analítica, en lo que se refiere a los encuentros con adolescentes, debería generar, así como con el chico posibilita un espacio lúdico, un tiempo lúdico, una temporalidad de demora, una temporalidad que lo aloje en una zona de ensayo, un “dale que” de un tiempo-entre. Me gustaría formularlo como una brecha en el tiempo lineal, como un tiempo transicional, porque intuyo que tiene su correlato con el objeto transicional, tal como lo caracterizó el psicoanalista Donald Winnicott. Es decir, la experiencia de hacer del tiempo de la adolescencia una primera posesión temporal, habilitando un campo de ilusión compartido. Una estructura temporal paradójica, ni interior ni exterior al sujeto. Tiempo potencial de un devenir que podrá conjugar al “soy esto” o “seré aquello”, de ahí en más, como un “estaré siendo”. Forma gramatical de tiempo imperfecto que expresa que la cuestión identitaria no plantea solamente una no coincidencia del ser consigo mismo, sino una insuficiencia temporal.

Un adolescente puede recrear una suerte de postergación meditada a la reclamación perentoria de ser uno, es decir, no tener que eliminar de un golpe su disociación estratégica. Los objetos de identificación pueden así ir entrando en una secuencia temporal en la que hay lugar para el “dale que”, poniéndose a resguardo de tener que ser ya alguno de ellos.

En el libro Tratado de la eficacia, Francois Jullien se ocupa de plantear una nueva concepción del concepto de acción, para lo cual se apoya en el pensamiento chino. Lo que formula es la idea paradójica de un actuar sin actuar. El bien actuar –dice– sería ayudar a que algo se desenvuelva naturalmente a partir de un estar sin manifestarse.

Esta formulación podría muy bien ilustrar la posición que el analista encarna cuando alienta el “dale que” en la consulta de un adolescente. Ese actuar-sin-actuar no implica no hacer nada, menos una posición pasiva, se trata más bien de hacer de manera que eso pueda hacerse solo.

Tenemos que estar preparados para percibir las señales que nos dirigen los adolescentes que nos advierten de no descifrarlo todo, de preservar lo oculto, de resguardar el escondite. Debemos consentir la necesidad del adolescente de defenderse contra el ser descubierto abiertamente antes de estar verdaderamente allí.

Esta disposición animará en el adolescente una mayor tolerancia a lo no consumado de su posición, sin tener que responder a demandas internas y externas de unidad yoica que lo conduzcan por el camino de la inautenticidad o del acting.

La aptitud de permanecer por un tiempo en un estado no integrado es un logro fundamental del psiquismo, siendo en la adolescencia donde se juega de manera decisiva su oportunidad. Esta aptitud tiene como correlato futuro la capacidad de estar solo sin caer en angustias traumatizantes de derrumbe yoico.


* Psicoanalista. Extractado del trabajo Adolescentes. La identidad diferida.

Pagina 12 29/1/2009.-

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