por Cecilia Hidalgo
Profesora Titular, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
Trabajo realizado en el marco de los proyectos UBACyT F202 “Antropología del mundo contemporáneo” y NSF “Comprensión y modelización de agrosistemas pampeanos. Investigación interdisciplinaria”.
El presente artículo repasa distintas posiciones acerca de la noción de reflexividad que desde la década de 1960 han ido articulando argumentos críticos y renovadores en el campo de las ciencias sociales en general y con singular intensidad en el de la antropología y el de los estudios de la ciencia y la tecnología. En un contexto en el que se ha difundido con tanto éxito la aplicación de métodos etnográficos en campos hasta hace poco distantes de la investigación antropológica, nos detendremos en el análisis del caso de un equipo interdisciplinario internacional que ha incluido entre sus objetivos la autorreflexión acerca de los factores que promueven o impiden la extensión y la investigación científica integrada, y en la que participan de manera esencial y en calidad de pares, agentes externos a la academia altamente involucrados en la problemática bajo estudio.
Según Mark P. Whitaker (1996) la reflexividad comenzó a transformarse en tema para los antropólogos culturales norteamericanos a fines de la década del '60, a partir de las controversias suscitadas por la guerra de Vietnam. Emblemática de este contexto es la aparición de un conjunto de libros que impulsaron desde ese momento una “reconfiguración”, “relectura”, “recaptura” o “reinvención” de la antropología (Hymes, 1969; Geertz, 1973; Manganaro, 1990; Fox, 1991; Marcus, 1992) instando a sus practicantes —incluso desde el título de las obras— a enfocar el mundo contemporáneo, las sociedades complejas y a trabajar en el presente. Así por ejemplo, la temprana compilación de Dell Hymes (1969), incluye el artículo de Bob Scholte “Toward a Reflexive and Critical Anthropology” y el de Laura Nader “Up the anthropologist. Perspectives gained from studying up”. El primero insta a los antropólogos a tomar conciencia de cómo se conectan las asimetrías políticas que sus actividades etnográficas presuponen con la “objetividad” y la “neutralidad” que pretenden. El segundo vuelve la mirada antropológica hacia agentes e instituciones “de arriba” de la escala social. Sensaciones de malestar, de desilusión, de confusión son comunes en la época, y la invocación a la reflexividad, aún manejada de manera variada y confusa, terminará enmarcando un conjunto de debates acerca de cómo se produce el conocimiento y en particular de cuál es el papel de los científicos, agentes cruciales de esa producción.
En los países europeos se dio poco tiempo más tarde un movimiento paralelo. En Francia especialmente, la temática de la descolonización y el contexto político en torno de la revolución de Argelia desencadenaron la definición de una nueva perspectiva entre pensadores como Gérard Althabe (1969, 1998, 1999a y 1999b), Pierre Bourdieu y L. Wacquant (1992) y Marc Augé (1994), que reorientaron la perspectiva antropológica al estudio de la propia sociedad y, en el caso de Bourdieu, hacia las propias instituciones académicas en las que se había formado.
Paradójicamente, el momento más agudo de la crisis de la representación en el campo de la antropología coincidió con el período de mayor éxito y expansión fuera de la disciplina de la valoración de los métodos etnográficos. En efecto, en un momento en el que se criticaba con especial énfasis la meta de organizar las disciplinas a través de marcos generalizadores y abstractos, la antropología parecía proveer un ejemplo de investigación en el que la experiencia vivida y concreta de los agentes bajo estudio, sus categorizaciones y perspectivas vitales se imponían por encima de los marcos interpretativos de los estudiosos, que se entendían autoritarios y sesgados. Así, mientras los antropólogos replanteaban sus preceptos fundadores y cuestionaban sus dispositivos cognoscitivos más básicos, otras disciplinas sociales —por ejemplo en el campo de los estudios sociales de la ciencia— tomaban sus métodos de trabajo, sosteniendo en ellos la voluntad de asegurar la producción de descripciones a un tiempo ricas y desvinculadas de compromisos conceptuales y nomológicos con teorías explicativas generales.
Las distintas maneras de entender la reflexividad que se han ido delineando desde entonces corresponden, por cierto, a ideas divergentes acerca de la naturaleza de la investigación científica, tanto en el campo social como en el natural y matemático. En grandes líneas podemos distinguir dos orientaciones extremas: a) quienes la concibieron como una herramienta para mejorar la precisión observacional, y por ende la capacidad representativa e interpretativa de la ciencia, y b) quienes la tomaron como un impulso hacia la exploración de diferentes maneras de hacer preguntas acerca de las prácticas cognoscitivas (Woolgar 1988). Estos dos extremos atraen a su turno las posiciones variadas que se caracterizarán a continuación, apuntando muchas de ellas (sean “objetivistas” como la de Pierre Bourdieu, “confesionales” o “subjetivistas” como las de algunas pensadoras feministas) al perfeccionamiento de las capacidades representativas de la ciencia. En el extremo opuesto, se sostendrá que la propuesta “comunicacional” que surge de la obra de un Gérard Althabe, inspirado en la obra de Gadamer, impulsa un cambio de fondo, por su manera de erradicar definitivamente el exotismo y reubicar al investigador en un campo social donde se reconoce plena agencia a los actores, quienes son los que lo incluyen o excluyen alternativamente de un juego social en el que nunca es un extranjero.
Mapa de las nociones de reflexividad
En un primer sentido, la reflexividad alude a lo que Woolgar (1988) denomina introspección benigna del científico, que “piensa en lo que hace”, y Marcus (1994a, 1994b) considera la línea de base , a partir de la cual se han desarrollado modos más sofisticados de análisis. Esta forma básica de reflexividad está asociada con la autocrítica, la búsqueda personal, lo experiencial y suele trascender como relato de los entretelones de la investigación o a manera de develamiento de dificultades y fracasos. A pesar de sus matices de corte confesional ha jugado, empero, un papel de gran importancia en el cuestionamiento de la validez y la legitimidad de la producción antropológica y científica en general.
En efecto, esta primera noción de reflexividad ha abierto en las últimas décadas una discusión generalizada acerca de los desafíos que enfrentan los científicos, con centro en temas tan básicos y cruciales como la posibilidad misma no ya de explicar sino de describir e interpretar lo social. Las críticas más frecuentes a la concepción tradicional de la observación y la descripción etnográficas, llegaron a plantear el problema de si en efecto las disciplinas sociales podían pretender siquiera “representar” creencias y prácticas humanas. Tales dudas con respecto a la capacidad de representación se sumaron a las concernientes a la legitimidad política de la investigación etnográfica, llegando a poner en tela de juicio nociones evaluativas básicas de la actividad científica tales como las de validez , generalizabilidad y confiabilidad .
En conjunto, las objeciones conllevaron autocríticas muy intensas y dieron lugar a formas de escritura que dieron en llamarse “reflexivas”, en las que los investigadores intentaban analizar críticamente su propio trabajo, ocupando en sus propios escritos un lugar preponderante, lo que les valiera el apelativo irónico de narcisistas, al que en breve nos referiremos. Es la época en que se señalan las omisiones del tratamiento de la cuestión de género, clase, raza, poder y se acusa por eso de descontextualizadas a las afirmaciones de los científicos. Es el momento en que se tematiza la gran diferencia que existe entre la escritura de los textos destinados a un público académico, donde los autores asumen una posición de autoridad moral y científica, y los registros de campo donde tal autoridad se desdibuja. Ante la mirada autocrítica comienzan a resultar sorprendentes preceptos profesionales muy internalizados tales como el de “captar el punto de vista del agente (o del nativo)”, o de “no ser directivo en los encuentros y las entrevistas”, a los que se concibe de ahora en más como expresión de una ilusoria búsqueda de transparencia, mediante la cual quienes hacen etnografía aspiran a mimetizarse entre los sujetos que estudian o a diluirse hasta neutralizar su presencia perturbadora, llegando incluso al autoengaño. El romanticismo acerca de la posición neutral del investigador se desvanece ante la idea de que se “produce” o “inventa” más que se “describe” o “representa” la realidad social, poniendo a la luz la injerencia de cuestiones relativas al poder en distintos momentos críticos de la investigación antropológica. Así, nociones como las de informante , rapport , colaboración son puestas en paralelo con las de inquisidor , espía o cómplice
Un segundo sentido lo provee la concepción objetivista propuesta por Bourdieu (2001) —denominada por él “reformista”—, que entiende la reflexividad como el trabajo mediante el cual la ciencia, al tomarse a sí misma como objeto, se sirve de sus propias armas para entenderse y controlarse. Como forma específica de vigilancia epistemológica, esta reflexividad permitiría al científico ampliar sus posibilidades de acercamiento a la verdad, ofreciendo los principios de una crítica técnica cuyo fin es controlar con mayor efectividad los factores que intervienen en la investigación, en particular los determinantes sociales e históricos. Bourdieu insta a los científicos a convertir la reflexividad en una disposición constitutiva de su práctica, siempre en acción y no posterior a realizado el trabajo interpretativo o explicativo, y les advierte que “tienen que escapar previamente de la tentación de plegarse a la reflexividad que cabría denominar narcisista , no sólo porque se limita muchas veces a un regreso complaciente del investigador a sus propias experiencias, sino porque es en sí misma su final y no desemboca en ningún efecto práctico” (2001:154). Este efecto práctico sobre el campo disciplinario todo y no sobre la conciencia individual es crucial para alguien como Bourdieu quien, como bien señala Jenkins (1992), unía inextricablemente teoría, reflexión epistemológica e investigación empírica. La existencia de una capacidad reformista, “una especie de prudencia epistemológica que permita adelantar las probables oportunidades de error” (Bourdieu 2001:155) es lo fundamental, y ello no para el científico individual sino para todos quienes integran un campo científico dado, convirtiéndose en garantía del avance en el conocimiento.
Un tercer sentido concibe a la reflexividad como intertextualidad . De acuerdo con la caracterización de Marcus (1994a), en este enfoque la discusión se orienta hacia un terreno centrado en representaciones alternativas de los acontecimientos y en la toma de conciencia de las relaciones de poder, el conflicto y los juicios implícitos que llevan consigo. Para resolver técnicamente la expresión de esa toma de conciencia, autores como Myers (1988) han alegado en pro de un tratamiento experimental de la escritura que descarte las teorías reduccionistas y las formas de autoridad construidas como mero efecto retórico de los “géneros” narrativos peculiares a la ciencia, por lo común de corte realista. Una reflexividad de este tercer tipo redunda en revelar la pluralidad de posibilidades de representar el mundo y en mostrar cómo cada representación, narrativa o discurso lo constituye de una manera diferencial. En este sentido, los temas que concentran la atención de esta perspectiva son precisamente los que están más cargados de representaciones alternativas, producidas por distintos agentes (por ejemplo, misioneros, periodistas, viajantes, gente común, científicos, funcionarios, entre otros).
Un cuarto sentido de reflexividad, que en la teoría feminista se ha presentado como posicionamiento , destaca la parcialidad y el carácter situado de todas las pretensiones de conocimiento. Fue Donna Haraway en su artículo de 1988 “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial” quien enfatizó que las prácticas de producción de conocimiento están localizadas en el mundo y no en un lugar trascendente —o inespecífico— como muchos científicos y filósofos de la ciencia pretenden. Haraway instaba a profundizar en las especificidades de la subjetividad para lograr eventualmente la objetividad como un espacio de yuxtaposiciones y asociaciones inesperadas de perspectivas parciales (Marcus 1994a).
Finalmente, un quinto sentido, comunicacional , fue propuesto por Gérard Althabe (1999a y 1999b). Aquí no nos encontramos con un investigador que quiere corregir errores de interpretación, ni con introspecciones y análisis centrados en el investigador como sujeto en alguna medida abstraído del proceso de investigación en el que participa. Tampoco importan los textos y los discursos en tanto tales sino solo en la medida en que integran un modo de comunicación, que a su turno permitirá captar el sentido que los agentes atribuyen a la vida social. Característica de este enfoque es la implicación en la situación de campo que los agentes bajo estudio imponen al investigador: son ellos los que establecen el eje de la interacción comunicativa con él, y es lo dicho y actuado en el contexto de campo lo que el investigador deberá analizar.
La concepción de Althabe guarda un alto paralelismo con las tesis de Gadamer (1960), quien sostuvo que los actos de interpretación de los fenómenos exigen siempre: a) superar la extrañeza del fenómeno a ser comprendido y b) transformarlo en un objeto de familiaridad en el que el horizonte del fenómeno y el del intérprete se unan. Para Gadamer, las comprensión solo es posible porque el objeto a ser comprendido y la persona involucrada en el acto de comprender no son dos entidades ajenas que están aisladas una de otra por un abismo histórico —social o cultural—, sino que se encuentran relacionadas entre sí y logran “la fusión de sus horizontes” a través del lenguaje con el que se comunican. En tal sentido, la reflexividad comunicacional no renuncia al encuentro con los otros, ni fuerza la construcción de una distancia ficticia entre el investigador y los agentes, extrañamiento que muestra de manera flagrante su artificialidad cuando se estudian las prácticas y creencias de agentes como los científicos, que no pueden ser explicadas en términos de una cultura ajena o exótica.
El caso de la reflexividad impulsada por un proyecto interdisciplinario
El caso de la reflexividad impulsada por un proyecto interdisciplinario
Si bien las caracterizaciones que acabamos de presentar constituyen un buen punto de partida para la aclaración de la noción, buscaremos rastrearlas en situaciones específicas. Afortunadamente, como Steve Woolgar y Malcom Ashomore (1988) indican en su “Introducción a un proyecto reflexivo”, las actividades cognoscitivas pasibles de análisis social se han expandido hasta incluir análisis detallados de la producción científica y matemática, incluyendo muchos de ellos trabajo de campo participativo y prolongado de tipo antropológico. En este marco, intentaremos ver en las páginas que siguen cómo se expresan los distintos sentidos de reflexividad en la actuación de un equipo de investigación internacional reunido para la conceptualización de un problema bioclimático complejo, que decidió incluir explícitamente entre sus objetivos la reflexión sistemática sobre su propio proceso de producción de conocimiento. Es de notar que tal conocimiento debía surgir de la integración interdisciplinaria, y al propio tiempo debía ser relevante no solo para los miembros de la academia, sino para los agentes directamente implicados en la representación y/o solución del problema. Se trata de una investigación biosocioclimática y tales agentes extraacadémicos son productores y asesores agropecuarios, considerados pares en el proyecto, en igual condición de participación que los científicos.
Que ese tipo de análisis resulte hoy promovido por los propios investigadores, que se haya incluido la reflexividad entre los objetivos del proyecto, sumado al interés del prestigioso organismo financiador por la obtención de resultados en este dominio, no resulta en absoluto menor si se tiene en cuenta que, en principio, no son pocas las objeciones con respecto a ejercicios de este tipo. Bruno Latour (1988) afirma, por ejemplo, que una fuente de antipatía posible con respecto a los proyectos reflexivos es la suposición de que obligan a los científicos a un trabajo incompatible con prácticas investigativas buenas y serias, pues deberían descentrarse de sus metas para satisfacer la cualidad (narcisista) de mirarse a sí mismas, o porque tienden a conducir a un regreso hacia los metaestudios. Objeciones o reservas similares son esgrimidas muchas veces por los propios científicos cuando temen que la reflexión, ahora colectiva, adopte una forma confesional e individualista y desencadene por ello conflictos, rumores, chismes o aliente la autoindulgencia, sin redundar en beneficio, sea para las investigaciones en curso, sea por su repercusión ulterior en los debates acerca de la producción de conocimiento en general.
Para evitar estos males y en consonancia con las ideas expresadas por Woolgar (1982) y Bourdieu (2001), los investigadores de este equipo interdisciplinario, liderados por un director muy consciente de la importancia del éxito de la reflexividad, generaron dispositivos de participación y observación tales que el monitoreo de la interacción interdisciplinaria procediera de manera simultánea con el desarrollo de las actividades generales y constituyeran parte integral de la investigación colectiva. Se la c onvirtió así en una tarea sistemática a la par de las demás del proyecto, llevada a cabo a través del análisis de documentos varios, entrevistas, pero fundamentalmente de observación participante. El involucramiento del conjunto en la obtención de resultados científicos de relevancia para los productores agropecuarios, pero también con la reflexión acerca de la marcha y evolución de la interacción inter disciplinaria, fueron logrando en el equipo una aceptación gradualmente creciente, no sin altos y bajos. Sin duda fue crucial en este proceso la constatación en los hechos de que tal reflexividad no tenía por qué tomar la forma, por una parte, de un análisis de subjetividades ni, por otra, de una auditoría científica que por monitoreo indicara “errores” y prescribiera correctivos.
En tal sentido, resulta relevante la idea de Bourdieu expuesta con anterioridad, según la cual el proceso reflexivo, para ser efectivo, debe ser asumido por el conjunto de los científicos y no concebirse como una empresa introspectiva individual y, menos aún, una que se lleva a cabo luego de concluida la investigación. Sin embargo, su mirada parece estrecha cuando advertimos que el avance en la reflexividad no habría sido el mismo en este caso sin la participación de agentes extracientíficos. El espacio comunicacional que se abre con ellos como pares en la producción de conocimiento deja ver a las claras que si la reflexión se da a solas entre científicos, sea a título individual o en tanto miembros de comunidades profesionales, resulta incompleta.
Pero, lo que consideramos un aspecto clave en este caso es que la meta reflexiva se introdujo acompañando un haz de objetivos que por su complejidad exigía una interacción exitosa. En efecto, ningún integrante podía cumplir cabalmente su labor sin la cooperación de, como mínimo, algunos de los demás y hasta debía por ello alterar, al menos parcialmente, los modos ordinarios de trabajo en su disciplina, generar una nueva actitud frente a la fragmentación del conocimiento y apreciar la diversidad no sólo de marcos conceptuales y teóricos —de sistemas de representaciones operando simultáneamente—, sino valorativos en un sentido amplio, pues los enfoques y resultados rozan tanto posiciones acerca de la ciencia como ideológico-políticos generales.
Quizá, tal situación puede asemejarse a la planteada a la antropología de los '60 conmovida por los procesos de descolonización y expansión del capitalismo, en la que la escala y complejidad de sus nuevos objetos y emplazamientos de campo condujeron a un replanteo de la antropología. Y en verdad no son pocos los autores que asocian directamente la reflexividad al interés creciente de los científicos por nuevos tipos de problemas, fundamentalmente los ligados al ambiente, al clima y al riesgo tecnológico. Problemas que por su complejidad no pueden ser abarcados desde una perspectiva en la que una única disciplina haga prevalecer su enfoque cognoscitivo y se reduzcan los puntos de vista valorativos.
De acuerdo con Silvio Funtowiz y Jerome Ravetz (1990, 1997) podemos, pues, afirmar que en un mundo donde la simplicidad no es más que el recuerdo de una época pasada y en el que la reflexividad caracteriza a su turno a todos los sistemas naturales y sociales que queremos comprender y manejar, se torna imperioso un nuevo tipo de práctica científica. Es este imperativo de la ciencia de nuestros días la que empuja a científicos y organismos financiadores de investigación científica y tecnológica a asumir nuevos desafíos. De este modo, la reflexividad sería un componente inherente a estos nuevos tipos de práctica científica y en ellos el descentramiento de las comunidades científicas, aun las interdisciplinarias, hasta abarcar pares no científicos, otro rasgo diferencial. Pues un contexto tal no admite fácilmente la hegemonía de una única forma de conocimiento, dado que ninguna concepción parcial o particular puede pretender abarcar la totalidad del campo cognoscible, de allí el formato interdisciplinario. Pero además, cuando se tiene alta conciencia del carácter de actividad social de la ciencia, los agentes interesados en la conceptualización y resolución de los problemas de investigación resultan integrados al proceso de investigación no como base empírica desde donde se extrae información o como terreno de puesta a prueba de hipótesis, sino como miembros plenos de una comunidad de pares extendida.
Así, vemos que en situaciones realistas de ejemplos de la actividad científica contemporánea se entrecruzan los diversos sentidos de reflexividad que se han ido definiendo y ensayando en las últimas décadas, en el contexto de una ciencia orientada por problemas complejos, donde los expertos certificados actúan en paridad con agentes que tienen mucho puesto en juego en la conceptualización y en tales problemas. En este marco, quizá la propuesta de Althabe capta mejor cómo el científico deja de ser el eje de la reflexividad (asumida individual o grupalmente) para transformarse en un agente más en un juego social que a la vez lo abarca y lo excede.
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HIDALGO, Cecilia. Reflexividades. Cuad. Antropol. Soc. [online]. ene./jul. 2006, no.23 [citado 17 Julio 2009], p.45-56. Disponible en la World Wide Web:
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