por Umberto Eco
Por esta razón el diabolus aparece hoy en gran parte de la música heavy metal (por ejemplo, en Purple Haze de Jimi Hendrix), y a veces como provocación “satánica” explícita (véase Diabolus in musica de los Slayer). George Romero, el director de La noche de los muertos vivientes y de otras películas de terror, en unas declaraciones sobre su poética, al hablar de la conmovedora ternura del monstruo de Frankenstein, King Kong o Godzilla, recuerda que sus zombis tienen la piel arrugada y putrescente, los dientes y uñas negros, pero son individuos con las mismas pasiones y exigencias que nosotros. Y añade: “En mis películas sobre los zombis, los muertos devueltos a la vida representan una especie de revolución, un giro radical en el mundo que muchos de mis personajes humanos no logran comprender y prefieren considerar a los muertos vivientes como el Enemigo cuando, en realidad, ellos son nosotros. Yo utilizo la sangre con toda su horrenda magnificencia para que el público entienda que mis películas son más una crónica sociopolítica de la época que estúpidas aventuras con salsa horror”. ¿El recurso a lo feo es, por tanto, un medio para denunciar la presencia del Mal? El propio Romero admite que el terror “dispara las ventas” y admite que el terror es apreciado por ser interesante y excitante. Por no hablar de cuando se convierte en celebración del Mal, aunque sea en casos marginales como el satanismo de los psicópatas.
Nos encontramos ante un mar de contradicciones. Monstruos tal vez feos pero extraordinariamente encantadores como E. T. o los extraterrestres de La guerra de las galaxias no seducen sólo a los niños (conquistados además por dinosaurios, pokemons y otras criaturas deformes) sino también a los adultos, que se relajan viendo películas splatter en las que se machacan los sesos y la sangre salpica las paredes, mientras la literatura les entretiene con historias de terror. No se puede hablar solamente de “degeneración” de los medios de comunicación de masa, porque también el arte contemporáneo practica la fealdad y la celebra, aunque ya no en el sentido provocador de las vanguardias de comienzos del siglo XX. En algunos happenings no solo se exhiben mutilaciones o deficiencias repulsivas, sino que es el propio artista el que se somete a una violación cruenta de su cuerpo. También en estos casos los artistas declaran que pretenden denunciar muchas atrocidades de nuestro tiempo, pero los apasionados del arte acuden a la galería a admirar estas obras y estas performances con espíritu lúdico y sereno. Y son los mismos individuos que no han perdido el sentido tradicional de lo bello, y experimentan emociones estéticas frente a un hermoso paisaje, un precioso niño o una pantalla plana que nos propone de nuevo los cánones de la Divina Proporción. El mismo individuo acepta hoy las propuestas de la decoración de diseño, de la arquitectura hotelera y de toda la industria del turismo que vende formas clásicamente agradables (véase la nueva propuesta que hace Las Vegas de los palacios venecianos, de los triclinios de los césares o de la arquitectura morisca), y al mismo tiempo elige restaurantes u hoteles ennoblecidos con cuadros de la vanguardia del siglo XX (auténticos o reproducciones) que a sus abuelos les parecían la negación de cualquier ideal de la Antigüedad clásica. Se nos repite por doquier que hoy se convive con modelos opuestos porque la oposición feo/bello ya no tiene valor estético: feo y bello serían dos opciones posibles que hay que vivir de forma neutra. Así parecen confirmarlo muchos comportamientos juveniles. El cine, la televisión y las revistas, la publicidad y la moda proponen modelos de belleza que no son tan diferentes de los antiguos, de modo que podríamos imaginar los rostros de Brad Pitt o de Sharon Stone, de George Clooney o de Nicole Kidman retratados por un pintor renacentista. Pero los mismos jóvenes que se identifican con estos ideales (estéticos o sexuales) se quedan luego extasiados ante cantantes de rock cuyos rasgos un hombre del Renacimiento consideraría repelentes. Y esos mismos jóvenes a menudo se maquillan, se tatúan, se perforan las carnes con agujas con el objetivo de parecerse más a Marilyn Manson que a Marilyn Monroe. En las páginas anteriores se han comparado un ejemplo actual de piercing y dos rostros de El Bosco, perforados también por anillos de varios tipos. Pero con estas figuras El Bosco quería representar a los perseguidores de Jesús, y los representaba tal como se concebía entonces a los bárbaros y a los piratas (recuérdese que todavía en el siglo XIX los psiquiatras consideraban el tatuaje un signo de degeneración). Hoy en día, piercings y tatuajes pueden interpretarse a lo sumo como un desafío generacional, pero desde luego no se interpretan (por parte de la mayoría) como una opción a la delincuencia, y una muchacha con un piercing en la lengua o un dragón tatuado en el vientre desnudo puede participar en una manifestación a favor de la paz o de los niños africanos desnutridos. Ni los jóvenes ni los ancianos parecen vivir con estas contradicciones de forma dramática. El esteta de finales del siglo XIX, que privilegiaba la belleza cadavérica como gesto de desafío y de rechazo del gusto de la mayoría, sabía que estaba cultivando las que Baudelaire había llamado “flores del mal”. Elegía lo horrendo precisamente porque había decidido elegir una opción que lo situara por encima de la masa de los biempensantes. En cambio, los jóvenes que exhiben una piel ilustrada o el cabello azul tieso lo hacen para sentirse parecidos a los otros, y sus padres, que van al cine a ver escenas que tiempo atrás solo se podían ver en los anfiteatros anatómicos, actúan así porque così fan tutti. Tampoco difiere mucho la manera como nos complacemos (o nos conformamos) con la llamada “basura” televisiva. No por una actitud esnob, como hacía y sigue haciendo aún el que cultiva lo camp (dispuesto siempre a reconsiderar con espíritu de coleccionista las películas de Ed Wood, considerado el peor director de toda la historia de Hollywood), sino por el espíritu gregario. Otro caso en el que se produce la disolución de la oposición feo/bello es el de la filosofía cyborg. Si al principio la imagen de un ser humano al que le hubiesen sustituido varios órganos por aparatos mecánicos o electrónicos, resultado de una simbiosis entre hombre y máquina, podía representar aún una pesadilla de la ciencia ficción, con la estética cyberpunk la profecía se ha cumplido. No solo eso, sino que feministas radicales como Donna Haraway proponen superar las diferencias de género mediante la fabricación de cuerpos neutros, postorgánicos o “transhumanos”. Ahora bien, ¿realmente ha desaparecido la distinción clara entre feo y bello? ¿Y si ciertos comportamientos de los jóvenes o de los artistas (a pesar de dar lugar a tantas discusiones filosóficas) fuesen tan solo fenómenos marginales practicados por una minoría (respecto a la población del planeta)? ¿Y si cyborg, splatter y muertos vivientes fueran simples manifestaciones superficiales, enfatizadas por los medios de comunicación, mediante las que exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asedia, nos aterroriza y quisiéramos ignorar? En la vida diaria estamos rodeados por espectáculos horribles. Vemos imágenes de poblaciones donde los niños mueren de hambre reducidos a esqueletos con la barriga hinchada, de países donde las mujeres son violadas por los invasores, de otros donde se tortura a los seres humanos y vuelven continuamente a la memoria las imágenes no muy remotas de otros esqueletos vivos entrando en una cámara de gas. Vemos miembros destrozados por la explosión de un rascacielos o de un avión en vuelo, y vivimos con el terror de que pueda ocurrirnos lo mismo a nosotros.
Todo el mundo sabe que estas cosas son feas, no solo en sentido moral sino también en sentido físico, y lo sabe porque le provocan desagrado, miedo, repulsa, independientemente de que puedan inspirar piedad, desprecio, instinto de rebelión, solidaridad, incluso si se aceptan con el fatalismo de quien cree que la vida no es más que el relato de un idiota, lleno de gritos y furor. Ninguna conciencia de la relatividad de los valores estéticos elimina el hecho de que en estos casos reconocemos sin ninguna duda lo feo y no logramos transformarlo en objeto de placer. Comprendemos entonces por qué el arte de distintos siglos ha vuelto a representarnos lo feo con tanta insistencia. Por marginal que fuese su voz, ha querido recordarnos que, pese al optimismo de algunos metafísicos, en este mundo hay algo irreductible y tristemente maligno. Por eso muchas voces e imágenes de este libro nos han invitado a comprender la deformidad como drama humano.
El texto final de Italo Calvino está sacado de un relato, pero nace de una experiencia real. El Cottolengo de Turín es el asilo donde se acoge a enfermos incurables, a seres a menudo incapaces de alimentarse por sí mismos, muchos de ellos nacidos monstruos, como tantos seres de los que hemos hablado hasta ahora, pero no monstruos legendarios, sino monstruos que viven ignorados a nuestro alrededor. El protagonista de la historia acude a este centro como escrutador en la mesa electoral constituida en aquel hospital, porque aquellos monstruos también son ciudadanos y, según la ley, tienen derecho a votar. Trastornado por el espectáculo de aquella subhumanidad, el escrutador se da cuenta de que muchos de los internos no saben lo que tienen que hacer, y votarán lo que les indique la persona que los asiste. Al principio tiene intención de oponerse a lo que a su entender es un fraude, pero finalmente (y en contra de sus convicciones civiles y políticas) concluye que quien tiene el valor de dedicar su vida al cuidado de aquellos desgraciados también ha adquirido el derecho a hablar por ellos. Al final de este libro, después de tantas complacencias en las distintas encarnaciones de la fealdad, quisiéramos concluir con esta llamada a la piedad.
de Umberto Eco.
Editorial Lumen.
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