por Rosa María Conca de Aguero
Universidad Nacional de Cuyo. Facultad de Filosofía y Letras
En su monumental obra San Genet, comediante y mártir, Sartre señala que este representante del Teatro del Absurdo busca lo sagrado, lo absoluto, en un sistema de valores invertidos en el cual el mal es el supremo bien. De este modo, lo abyecto es vivido con devoción de santidad, como un dramático intento de “ser” en un mundo hostil que lo condena.
Mi trabajo pretenderá mostrar cómo la ecuación Erdosain-Arlt, prototipo existencial de la Argentina del 30, recorre un camino similar al de Genet: el de la realización sistemática del mal como una vía de ascesis en la que mitos y fantasmas del Autor encarnan en personajes torturados posibilitando una vía catártica de liberación y de integración social.
En primer término, entonces, trataré de sintetizar el pensamiento de Sartre sobre Genet. Según este crítico francés, el trauma infantil del niño Genet que es sorprendido robando a la edad de siete años, marca y define su vida posterior, definitivamente. Lo que fue hecho sin plena conciencia significa el comienzo de una identidad asumida: será ladrón. Y este hito significativo no sólo implica la pérdida del tiempo de la inocencia sino que se transforma en el hecho arquetípico inicial que se va a reactualizar en sucesivas transformaciones rituales de transformación en un tiempo cíclico y eterno. Débil y vulnerable, la mirada del otro lo construye. Impotente para modificarla, realiza el único acto de libertad posible: asumirla conscientemente y llevarla a las últimas consecuencias como un acto de rebeldía que devuelve a la sociedad lo que ella misma creó. “He decidido ser lo que el delito ha hecho de mí”. Refiriéndose a su estadía en el Reformatorio de Mettray, Genet dice:
Yo tenía dieciséis años... en mi corazón no conservaba lugar alguno en que pudiera alojarse el sentimiento de mi inocencia. Me reconocía el cobarde, el traidor, el ladrón, el pederasta que veían en mí. En mí mismo, con un poco de paciencia y reflexión descubrí bastantes razones para que me llamaran así. Y estaba estupefacto al saberme compuesto de inmundicias. Me hice abyecto.
El mundo infantil como el de las sociedades primitivas remite a la “mentalidad arcaica” donde la vida es una realidad sagrada y por lo tanto absoluta. El teatro facilita la conformación de esta realidad mágica mediante un tiempo ahistórico que se repite ritualmente en cada representación. Su vacío de no ser y de no poseer es llenado con los roles que él se crea y que transfiere a sus personajes: el héroe, el santo, el mártir, el poeta. Estos mitos personales intentan reemplazar el Paraíso perdido y enmascarar, en vano, su soledad.
La asunción de ese destino impuesto y elegido simultáneamente implica además la justificación de una sociedad “bipolar” que funciona mediante la dialéctica interna de los contrarios: víctima-victimario, el crimen y la santidad, amado-amante. Los excluidos de la sociedad: ladrones, pederastas y poetas, “encarnaciones del mal”, permiten realzar la existencia del bien y de las instituciones que lo encarnan así como las prostitutas permiten preservar a las mujeres honradas. Así el rebelde necesita también del reaccionario para su sustento caracterológico pues son las dos partes enfrentadas de un mismo cuerpo conceptual.
Los hechos existenciales juzgados originan en los proscriptos la conceptualización de su ser y la determinación de su destino. La condena exterior internalizada supone autopunición, desprecio hacia sí mismo, autodegradación. Es así como Genet no sólo se condena a relaciones humanas defectuosas y a una sexualidad aberrante sino que, además, se niega hasta el vínculo de la solidaridad y la lealtad con los que ama; así, la traición destruye la posibilidad de cualquier lazo positivo y se convierte en el supremo mal.
De este modo, ante la dificultad de “ser”, su vida se transforma en una búsqueda incesante en una atmósfera de irrealidad, de ambigüedad permanentes en que la “apariencia” es el “no ser” y por lo tanto, la encarnación del mal. En Las criadas, por ejemplo, el público ve en escena a dos mujeres que resultan ser actores hombres que representan a la Señora y a una Criada pero resultan ser dos Criadas. Al depender del juicio de los demás, Genet y sus personajes están presos de un juego de espejos que les devuelve su imagen distorsionada. De este modo, las Criadas son “emanaciones de la Señora” que las determina y Solange, “el mal olor” de su Hermana Clara.
La revelación y asunción consciente de su ser de ladrón tendrán las características de una hierofanía: lo arrancarán de lo humano de la vida cotidiana para transformarse en una experiencia religiosa. Genet se siente elegido para odiarse, obrar mal y sufrir, como camino de ascesis y purificación. Por ese sufrimiento se asumirá como mártir y del martirio a la Santidad y al misticismo hay sólo un paso.
Así, Genet quiere la abyección por sí misma y se pierde en ella tanto como el místico se pierde en Dios durante su éxtasis. El mismo Genet dice que la palabra “santidad” es la más hermosa de la lengua francesa porque al sugerir la unión del alma con Dios lo aleja de la realidad social. Un cierto fatalismo, una especie de estado de gracia invertido lo dominan: “Los caminos de la santidad son estrechos; es imposible evitarlos y cuando por desgracia, uno se ha introducido en ellos, es también imposible darse vuelta y volver atrás. Se es santo por la fuerza de las cosas que es la fuerza de Dios”1.
El acto de amor es también, para Genet, un ritual consagratorio que se asemeja al éxtasis religioso por su intento de sumergirse en el otro para incorporarlo y llenar el vacío de sí mismo. Pero el ritual es siempre inacabado. No llega a consumarse. Se trata, entonces, de un ritual de misa negra. Así, el onanismo de Genet termina por expresar la negación del otro y el imperio de lo imaginario y de la apariencia. No habiendo tenido el valor de matarse, se siente muerto. Por eso, el rito de muerte ocupa el primer lugar en las ceremonias que reactualizan la crisis original. Su existencia es una interminable “agonía” lenta.
En cuanto a la obra de Roberto Arlt, Los siete locos2, cabe destacar, en primer término, que sus personajes, representantes de la pequeña burguesía ciudadana de la década del ‘30, se muestran sumidos en un estado de angustia, de tristeza profunda permanentes, consecuencia de los sufrimientos, “de las infinitas atmósferas de presión” (p. 93) vividas que iban acumulando “iniquidad sobre iniquidad” (p. 94), determinando el absurdo de la existencia. Así la vida es sentida como “una bufonada” (p. 186), como “un mal sueño” (p. 200) y sólo inspira una sensación de vacío, de asco, de “náusea” (p. 10, 117, 235).
Erdosain siente que el sufrimiento está consustanciado con su ser, con lo cual la situación se torna irreversible y fatal. “Es que llevamos el sufrimiento en nosotros. Una vez llegué a pensar que flotaba en el aire... era una idea ridícula; pero lo cierto es que la disconformidad está en uno”(p. 200). “La casa negra” del prostíbulo se muestra como el símbolo de su vida en la que va de infierno en infierno, acompañado “por su contenido diabólico” (p. 98). Siente que su alma está arrugada, seca, tensa (p. 103). Consciente de su naturaleza “satánica”, le repugna su carácter impredecible y violento. “Ud. sabe que lleva en su interior un monstruo que en cualquier momento se desatará y no sabe en qué dirección” (p. 103).
Las humillaciones recibidas por Erdosain-Arlt en la infancia (cuando su Padre le anunciaba que al día siguiente le pegaría, por ejemplo) suscitan su cobardía reiterada, el sentimiento de culpa y la consecuente actitud autopunitiva de castigar su cuerpo y su espíritu. “Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo -y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo” (p. 11), “Los hombres están tan tristes que tienen la necesidad de ser humillados por alguien” (p. 47). Por ese motivo, al igual que Genet y sus personajes, Erdosain se condena a la oscuridad sensual de la masturbación y los prostíbulos negándose los placeres de la carne.
Dicha tristeza, en cuanto se refería a su pobre físico, tornábase profunda... Porque él no le dio a su carne, que tan poco tiempo viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo reconciliara con el vivir; él no había hecho nada por el placer de su materia.
La humillación de Erdosain era como la de los santos que besaban las llagas de los inmundos para ser “más indignos de la piedad de Dios” (p. 11).
Así Erdosain que se siente a sí mismo como “el no ser”(p. 72), como una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”(p. 9) es, al igual que Genet y sus personajes, el eterno proscripto del paraíso perdido; entiéndase como tal, las vivencias cotidianas del “hombre normal” no determinado por el delito.
Sabía que estaba irremisiblemente perdido, desterrado de la posible felicidad que siempre, algún día, sonríe en la mejilla más pálida: comprendía que el destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de hombre huraños que manchan la vida con sus estampas agobiadas por todos los vicios y sufrimientos (pp. 95-96).
Cuántas veces me he detenido en el misterio de mí mismo y envidiaba la vida del hombre más humilde... (p. 103).
Así, los personajes de Arlt, al igual que los de Genet, están condenados a una soledad impenetrable. Entre ellos y el resto del mundo hay un abismo infranqueable. Nadie puede comprenderlos ni ayudarlos: “... era inútil cuánto hiciera, en su vida había una realidad ostensible, única, absoluta. El y los otros. Entre él y los otros se interponía una distancia, era quizás la incomprensión de los demás o quizá su locura” (p. 106). El pecado, además, termina de romper el hilo que une al hombre con Dios y profundiza su soledad: “Me alejaré de Dios para siempre. Estaré solo sobre la tierra. Mi alma y yo, los dos solos... siempre solos... arriba un sol amarillo y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y ciega bajo el sol amarillo” (p. 204).
Cabe recordar que, en el proyecto de los intelectuales de Los siete locos, la idea de Dios está concebida con un fin utilitarista como “la necesaria mentira metafísica” que distraerá a la mayoría mientras la minoría de “los elegidos” que ellos integraban acaparaba el poder, la riqueza y el conocimiento.
La necesidad de poner distancia con su realidad adversa, suscita en Erdosain e Hipólita, frecuentes ensueños que les permiten reconocer su positividad y, de ese modo, dar tregua a su dolor. Refiriéndose a las “niñas altas, pálidas y concentradas” de Barrio Norte, Erdosain dice: “Sueño que me ven, que me miran y comprenden que yo seré el único amor de toda la vida” (p.13). La mirada ajena generalmente negativa y condenatoria para los desdichados, en este caso, le permite ser el “Otro” deseado, valorado, comprendido y amado. Igualmente, sueña Hipólita:
Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casas un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pintarse los senos… (p. 196).
Las carencias y limitaciones de la vida de empleado de Erdosain profundizan su dependencia de los demás y la sensación de su nulidad personal. Sólo logra instantes de libertad y de poder a través del robo. Según Carlos Correas, todos los robos “son pasionales. El ladrón siente que ama más los objetos del otro y, por esto, los merece más que su legítimo propietario. Su posesión indicaría en él cualidades más intensas que las del amo”3. Así el dinero robado por Erdosain refuerza su generosidad por cuanto es destinado a salvar de la miseria a los Espila y a dar cuantiosas limosnas y propinas.
Como Erdosain siente que “sólo el mal puede afirmar la presencia del hombre sobre la tierra” (p. 73) y ese camino es, además, irreversible, decide recorrerlo hasta las últimas consecuencias, buscando tener conciencia de su existencia y en consecuencia, “ser”. “Todavía no he llegado al fondo de mí mismo... pero el crimen es mi última esperanza”(p.203). “Ahora he llegado al final. Mi vida es un horror... Necesito crearme complicaciones espantosas... cometer el pecado...”(p. 204).
La curiosidad es un acicate en ese viaje sin retorno en el que practica “el inocente juego de la crueldad” (p. 233).
A los pocos minutos… una chica… tendría nueve años vino a sentarse a mi lado. Una curiosidad atroz se había apoderado de mi conciencia. La criatura hipnotizada por su instinto semi despierto me escuchaba temblando…y yo… le revelé el misterio sexual, incitándola a que se dedicara a corromper a sus amiguitas (p. 203).
Así, para escapar de la nada de su vida y que ésta adquiera sentido más allá del aburrimiento, la indiferencia y el cansancio, Erdosain decide matar a Barsut. “Sentía el terror de no tener un objeto noble en mi vida, un sueño grande y por fin, ahora lo he encontrado…He condenado a muerte a un hombre”. Siente que debe matarlo como un imperativo ético, como una fatalidad, como una forma de rehabilitarse ante sí mismo (p. 105). Al igual que Hugo en Las manos sucia de J. P. Sartre, Erdosain se impone esa acción con el propósito de objetivarse, de adquirir realidad, de justificarse a sí mismo. “Tenía que matarlo porque sino no hubiera vivido tranquilo; matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros el respirar aire puro” (p. 100).
El miserabilismo en Los siete locos surge no sólo del meollo del personaje sino también de la atmósfera que lo baña. Al igual que Mersault, el asesino de El Extranjero que mata por una absurdidad que le viene de adentro pero además porque el implacable sol argelino forma una atmósfera criminal, la sensación de “estar arrojado” en un mundo hostil va acompañado en Los siete locos, al menos en trece ocasiones, también por la presencia de un sol penetrante. “Una franja amarilla de sol cortaba el muro en lo alto de la estancia; una tristeza enorme pasó por su corazón ¿Qué es lo que había hecho de su vida?...” (p. 114, 115).
Se mantenía inmóvil en la cama, temeroso de romper el equilibrio de su enorme desdicha que aplomaba definitivamente su cuerpo horizontal en la superficie de una angustia implacable… y era inútil que desde allí él intentará mover las manos para alcanzar el sol que estaba más arriba (p. 91, 8, 15, 55, 58, 69, 107, 114, 138, 140, 146, 234, 236).
Además, el crimen y el dinero proporcionan a distintos personajes, la posibilidad de sentirse poderosos como Dios, dueños de la creación. Así, Barsut expresa en su libreta: “El dinero convierte al hombre en un dios. Luego, Ford es un dios. Luego, Ford es un dios. Si es un dios puede destruir la luna” (p 119, 120). Erdosain fantasea de este modo:
Inventaré el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnoughts... Veíase convertido en Dueño del Universo (p. 231).
Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras (p. 232).
Estos pensamientos remiten al proyecto del Astrólogo que, si bien muestra la rebeldía y el rechazo de la pequeña burguesía al sistema capitalista vigente, al basarse en la subestimación del hombre y el desprecio por la vida, se transforma en un intento nihilista que, bajo la apariencia engañosa del bien común, sólo busca beneficios personales y sectoriales. En definitiva, el sistema ha encerrado de tal modo a los personajes en sus pautas que, a pesar de su rebeldía, son incapaces de modificarlo.
En síntesis, tanto Arlt como Genet y los personajes de ambos, víctimas y victimarios, muestran la complejidad del ser humano, los sufrimientos de vidas interiores dislocadas, intensas, angustiosas que padecen el extrañamiento de su singularidad, la inhumanidad de un orden social que condena y expulsa a “los distintos” y la posibilidad del arte, a través del ejercicio de la libertad, de la imaginación creadora sin límites de tender un puente entre ambas realidades proporcionando un camino de liberación personal, de reparación e integración social.
NOTAS
1 Gerald Genet. Miracle de la rose. En: Obras Completas. T.II., p. 376.
2 Roberto Arlt. Los siete locos. Buenos Aires, Losada, 1958. Se citará por esta edición, indicando el número de página.
3 Carlos Correas. Arlt literato. Buenos Aires, Atuel, 1996, p. 152.
BIBLIOGRAFÍA
Arlt, Roberto. Los siete locos. Buenos Aires, Losada, 1958.
Bataille, Georges. La literatura y el mal. Madrid, Persiles, 1971.
Borre, Omar. Roberto Arlt –su vida y su obra. Buenos Aires, Planeta, 1999.
Correas, Carlos. Arlt literato. Buenos Aires, Atuel, 1996.
Larra, Raúl. Roberto Arlt, el torturado. Buenos Aires, Futuro. 1986.
Rosa, Nicolás. Crítica y significación.
Weisz Carrington. La máscara de Genet. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1997.
Conca de Agüero, Rosa María (2002) "San Erdosain, ¿víctima o victimario? ". En: Revista de Literaturas Modernas, Nº 32, p. 27-34.
Dirección URL del artículo: http://bdigital.uncu.edu.ar/1445.
Fecha de consulta del artículo: 26/08/12.
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