por Leonardo Moledo
Cuando mi amigo Pablo cumplió 58 años, decidí que ya estaba lo bastante crecido como para dejar de regalarle tomos de la colección Robin Hood, y empezar con libros, por así decirlo, más serios, y le regalé El lector, de Bernhard Schlink, así que fui a la ferretería y compré un poco de cinta aisladora. “¿Otra vez va a regalar un libro?”, me preguntó el ferretero, que no solamente es ferretero, sino que además tiene un tío que vive en Santa Fe.
“Así es”, contesté, y cuando volví a mi casa usé la cinta aisladora, de un negro rotundo y asqueroso, capaz de asustar al más pintado, para cubrir meticulosamente la contratapa.
Pablo, naturalmente, se sorprendió, ante la cinta aisladora, pero yo le expliqué: “Mirá –le dije–, El lector relata la relación entre Michael Berg y Hanna, una mujer mayor que él. Pero enseguida empezás a percibir un desajuste, una incógnita que flota en el ambiente, una molestia indefinida, una delicadísima sospecha, que es el pilar sobre el que se apoya el encanto del libro, y que de repente se resuelve con una nitidez precisa y perfecta, y a partir de esta revelación todo cobra un sentido diferente (¡he aquí el misterio de la literatura!)”. “Pero la contratapa –agregué– dice expresamente que ‘en este libro Schlink relata la relación entre Michael y Hanna, una mujer analfabeta...’, y te arruina todo, todo encanto, todo misterio, cualquier posibilidad de gozar el libro.” Pablo me agradeció el dispositivo de la cinta aisladora y acto seguido arrojó el libro a la basura. Desde entonces me retiró el saludo.
Cuando le regalé a Martín Asesinato en Praga, de Konrad Czeck, y se intrigó ante la cinta aisladora, le expliqué que la contratapa decía: “El detective, que sabe que el asesino se oculta entre los pliegues de la familia de K (la víctima), investiga minuciosamente las viejas ofensas de familia aún pendientes hasta llegar a Karl, el primo menor, que estaba en posesión del cuchillo con que se había cometido el asesinato”. “Si leés la contratapa –le dije–, sólo vas a poder disfrutar de las últimas páginas, donde, una vez detectada el arma, resulta fácil dar con Albert, hermano mayor de Karl, que era el dueño del cuchillo y autor del asesinato.” Martín me comprendió, y allí mismo quemó el libro, con cinta aisladora y todo. Desde entonces no me dirige la palabra.
Las contratapas son bastante parecidas a las críticas cinematográficas que cuentan la película en detalle. O a ese momento fatal cuando, en medio de una reunión, alguien se pone a relatar todos los detalles de Mar adentro –quién le dio el veneno, cómo son las últimas escenas– y uno se ve obligado a encerrarse en el baño para no oír, ante lo cual el relator, decidido, se arrima a la puerta del baño y levanta la voz para que no haya más remedio que escucharlo, y uno se mete en la ducha, y abre todas las canillas como Federico Luppi en Tiempo de revancha y de todas maneras oye, y sabe que nunca jamás irá a ver Mar adentro.
¿Qué posibilidad hay de contrarrestar la siniestra compulsión de los editores por contar hasta los últimos detalles de una novela en la contratapa y privarnos de la sorpresa del relato? ¿Por qué los editores odian tanto a los lectores? ¿Qué les hicimos? ¿Y cómo podemos defendernos?
Lo primero que a uno se le ocurre es no leerlas, pero es difícil, ya que la atracción de lo prohibido es irresistible (“puedo resistir cualquier cosa, menos la tentación”, decía Oscar Wilde). Un grupo de choque de La Paternal tomaba por asalto las librerías y las bibliotecas, reducía a libreros y bibliotecarios y armados de brutales tijeras de podar recortaba las contratapas de los libros. Otros recorrían las librerías repartiendo cinta aisladora. Ciertos profesores de literatura propusieron renunciar a la lectura de novelas, concentrarse directamente en las contratapas y luego en las críticas periodísticas, arguyendo que el resultado sería idéntico y algunos fanáticos borgianos presentaron un proyecto de ley al Congreso exigiéndole que las contratapas tuvieran la misma longitud que los libros, con lo cual la lectura de las contratapas sería equivalente ala del libro, pero los diputados y los senadores se negaron porque las contratapas les evitaban la odiosa tarea de leer libros.
Por ahora parece que no hay solución, y que hay que resignarse a la cinta aisladora, como hacía yo. Y digo hacía, porque cuando decidí regalarle a Carlos el excelente Canciones de los niños muertos, de Toby Litt, su autor favorito, ni siquiera compré el libro. Le mostré el rollo de cinta aisladora y le expliqué que era para tapar una vergonzosa contratapa que decía “Este libro de Toby Litt describe un verano, a finales de los años setenta, en un lugar perdido de la campiña inglesa: cuatro chavales (sic): Matthew, Paul, Andrew y Peter fundan lo que ellos denominan Pandilla, y como un juego más se preparan para luchar contra los rusos. Sin embargo, cuando después de la trágica muerte de Matthew a causa de una meningitis desencadena la guerra, ésta no será la que planeaban librar en las calles y los campos, sino que ahora tendrá lugar en las propias casas de los miembros de pandilla, en las cocinas y los dormitorios. Tras identificar a los abuelos de Matthew como el enemigo y culparlos de la muerte de éste, la jerarquía del grupo se rompe, y la lucha por el liderazgo libera toda la capacidad de violencia y crueldad de los chicos. Litt compone de esta guisa un fascinante y estremecedor retrato cuyo terrible desenlace no dejará indiferente al lector”.
“Si leyeras esa contratapa –le dije–, perderías toda la tensión que produce no saber quién morirá. Es verdad que todavía te quedarán casi treinta páginas con algo de interés hasta ‘el terrible desenlace’, cuando ...”, pero en ese momento Carlos me interrumpió, se levantó y se fue jurando no volver a dirigirme la palabra. Desde entonces no he vuelto a tener noticias de él.
¿Vieron que no hay que leer las contratapas?
Diario Página12 11/2/2005.-
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